viernes, 17 de julio de 2020

La vida de mi abuela



La profesora Yolanda Sánchez Ogás, impartiendo una
conferencia en el CECUT. (Foto: El Imparcial)
Mi abuela se llama Yolanda Sánchez Ogás. Sus padres fueron Santiago Sánchez Alvarado y Ramona Ogás. Ellos se habían casado en Anaheim, California, y allá vivían, pero cuando hubo una inundación se vinieron para Mexicali porque aquí residía la mamá de él.
Mi abuela nació el 17 de julio de 1942, en el número 43 de la calle San Luis del popular barrio de Loma Linda, al oeste de Mexicali. En ese tiempo no había muchos doctores y solamente existía el Hospital Civil. Muy pocas madres tenían sus partos allí. Mi abuela sería la quinta hija, los demás eran de diferentes edades y todos estaban chicos, por lo que su mamá no podía darse el lujo de permanecer fuera de casa. Entonces, dio a luz en su propio domicilio, gracias a las atenciones de una partera que se llamaba Rosa.
La familia de mi abuela era numerosa. Sus hermanos se llamaban: Gilberto, Lidia, Jaime, Roberto, Irene, María Elena, Óscar, Héctor, Sandra y René.
Loma Linda —donde pasó sus primeros años— tiene ese nombre porque, cuando Mexicali sufrió la inundación de 1905 a 1907, el agua formó un gran zanjón que dividió el poblado en sus partes oriente y poniente y en ese sector se formaron muchas lomas.
Al sur y al oeste del barrio había ranchos, la mayoría de chinos. En ellos se sembraban cañas, papas, ajos, cebollas y algunos árboles frutales. Los chinos vendían sus productos en unos botes que colgaban en los extremos de troncos que se colocaban sobre los hombros. Recorrían las calles del barrio ofreciendo sus verduras y naranjas.
También había algunos ranchos de mexicanos, como el de Don Juan y el de las Viudas. Una señora llamada Enriqueta pasaba por las calles en una carreta jalada por un caballo. Vendía queso, leche, frutas y verduras. La mamá de mi abuela salía con una olla para comprar leche y luego la hervía. A mi abuela no le gustaba la leche hervida y menos cuando se tragaba un pedazo de nata; le parecía horrible, pero tenía que beberla. En ese entonces los niños comían y tomaban lo que sus papás querían, a fuerzas.

Grandes maestros
Cerca de la casa familiar se ubicaba la Escuela Primaria Vicente Guerrero, con la vespertina Plan de Iguala. Cuando mi abuela tenía seis años abrieron el jardín de niños Rosaura Zapata, que se convirtió en su primera escuela. Cuenta que el kínder era muy bonito, con un gran salón de danzas y juegos, donde el profesor Roberto Contreras Alemán les enseñaba canciones que todavía recuerda, como el “patito, patito, color de café”.
En el gran patio se encontraban instalados muchos juegos metálicos, columpios, resbaladeras. Al fondo, las profesoras sembraban algunas verduras y llevaban a los alumnos a regarlas. Para todos era muy emocionante caminar hasta el otro lado de la manzana a cuidar las plantas.
En la Plan de Iguala conoció a sus primeras amigas cercanas: Eréndira —de quien después fue compañera en la secundaria, y mantuvieron la amistad toda su vida, hasta su deceso— y Emma Castañeda —a quien perdió de vista al cambiarse de escuela—. A otras amistades de esa época aún las visita.
Sus maestras de la primaria fueron Celia Cota Valenzuela y, en segundo grado, Esperanza Ramos de López, ambas muy buenas profesoras y a quienes siempre ha recordado con afecto y agradecimiento. La directora era una gran maestra, que trabajó más de sesenta años: María de Jesús Gil.
En el patio de esa escuela mi abuela aprendió a jugar softbol, por lo que luego fue muy aficionada al béisbol. Muy chica, con su papá y sus hermanos acudía a ver los partidos de los Águilas de Mexicali.

El barrio de su infancia
En aquellos años, la gente compraba su mandado en el comercio de la esquina. Ella y sus hermanos iban a la tienda de don Alejandro, allí se vendía de todo. A veces compraban un cinco de zurrapas. “En un cucurucho que hacía don Alejandro, lo llenaba del dulce que se caía del pan y eso nos vendía. A eso le decía zurrapas”. Entonces no había muchas golosinas, solamente pirulines y dulces de leche.
En ese barrio vivía mucha gente cristiana, a la que se llamaba hermanos. Ellos asistían a la Iglesia de la Fe en Cristo Jesús. Mi abuela acudía los domingos con sus amigas, las hijas del pastor, que eran sus vecinas. La pasaba muy bien: les enseñaban la doctrina y luego las llevaban a comer tacos o tostadas en la cocina de la iglesia. Una navidad, a sus ocho años, cantó en el coro, toda vestida de blanco. Sin embargo, cuando se cambió a vivir a la colonia Cuauhtémoc, en 1951, dejó de ir a esa iglesia. Tampoco acudió a ninguna otra.
Su casa de Loma Linda estaba en medio de dos grandes lotes; era de dos pisos. En la parte alta su papá le puso alambre de la mitad de la pared para arriba. Allí dormían todos en tiempo de calor.
El patio estaba lleno de árboles frutales: duraznos, higueras, moras, granadas y una gran ramada con una pared de parras, que cuando daban uvas se miraban muy bonitas, además de que eran muy sabrosas. En el techo de la ramada las uvas se secaban y se hacían pasas, que sus hermanos bajaban.
El agua llegaba a las casas por canalitos, y solo tenían que pagarse cinco pesos cada mes al canalero para que limpiara el cauce. El líquido entraba a un pozo que cavó su papá (lo forró con cemento y al lado puso una torre con un tanque), subía con una bomba y así ellos eran los únicos que tenían un baño de regadera y agua de la llave (todos los vecinos usaban baldes para extraer el líquido de sus pozos). Lo único que hacían era sembrar carrizo alrededor del pozo, para que el agua no se calentara mucho en verano.
Su papá tenía un taller mecánico por la calle D, entre las avenidas Lerdo y Zaragoza, muy cerca de la casa de una familia muy rica, los Guajardo. A él le gustaba contarles cuentos, que él creaba de algo que le pasaba.
Uno de esos cuentos fue de cuando se le descompuso el carro y durante unos días tuvo que irse a pie a su taller. La gente decía que arriba del barranco se aparecía una señora y todos temían pasar por allí en las noches. Cierta vez su papá regresaba de trabajar, subió el barranco y vio aquella aparición: una mujer vestida de blanco. Con mucho miedo tomó una piedra y se acercó, gritando: “¡¿Quién es?!”. Pero nada le contestaba. Siguió avanzando y preguntando. Cuando estaba muy cerca y ya iba a lanzarle la piedra, la señora, asustada, le habló: “¡Soy Matiana, soy Matiana!”. Era una vecina que cada noche esperaba a su hijo; vestía de largo y blanco porque era costumbre de las cristianas. Así se acabó esa leyenda de la aparecida.
También su papá le contó de la madre de los Guajardo, a quien, según se dijo por mucho tiempo, habían momificado y la tenían sentada a la mesa del comedor. Años después, cuando mi abuela ya estudiaba en la Secundaria 18, con mucho miedo y con algún grupo de compañeros iban a asomarse. Podían asegurar que miraban a la señora momificada. “Los Guajardo dicen que esa leyenda era falsa. Quién sabe”.

Su adolescencia y juventud
En Loma Linda mi abuela vivió con su familia hasta los ocho años. Entonces se cambiaron a la colonia Cuauhtémoc, que apenas se estaba formando. Así conoció que Mexicali se extendía hacia el este de su antiguo barrio.
Entonces, además del centro de la ciudad, estaba la sección segunda (de la calle del Árbol —hoy llamada Peritus— a la calle H). Muy lejos se ubicaba el Palacio de Gobierno, al final de una avenida que se llamaba Independencia y ahora Álvaro Obregón, pues frente al palacio se levantaba el monumento al presidente de ese nombre. A un lado se encontraba la Secundaria 18.
Mexicali tenía muy pocos planteles escolares: Cuauhtémoc, Leona Vicario, Vicente Guerrero, Distrito Federal, Benito Juárez y Netzahualcóyotl. Las comunidades rurales también contaban con escuelas. Sólo había una secundaria, que era la 18. En esos años, acudir a ella era lo mejor a lo que podía aspirar un egresado de la primaria. Mi abuela tuvo la suerte de ingresar ahí.
En la 18, además de las clases regulares, se ofrecían clases de deportes con un buen profesor, Armando Rodríguez Carpinteiro. Con él mi abuela aprendió a jugar basquetbol y volibol. Contó también con otros buenos maestros, pero el mejor fue Jesús Rodríguez Escalante, quien le impartió español los tres años. Con él se aficionó a la lectura, hábito que hasta ahora conserva, y su mayor deseo es que sus hijos y nietos también la practiquemos.
Tuvo la oportunidad de continuar sus estudios en la Escuela Normal Fronteriza, que inicialmente funcionaba en aulas prestadas de la primaria Cuauhtémoc, pero en octubre del año en que ella ingresó (1958) se trasladó a su ubicación actual, en el exejido Coahuila. Allí mi abuela se encontró con buenos profesores, como Evarista Morones y Fernando Robledo, quienes le fomentaron el gusto por la historia, que ya albergaba desde niña. En esa normal se graduó como profesora de primaria.
Por su trabajo tuvo que recorrer varias comunidades: primero la colonia Morelos (cerca de Los Algodones), después el Uno del Shenk, Cerro Prieto, la colonia Zaragoza. Posteriormente impartió clases en escuelas de la periferia de Mexicali. Su labor en el valle fue muy importante para ella, porque le gustó tanto el medio rural que todavía lo recorre con frecuencia.
Afortunadamente, un año antes de que concluyera la normal, en 1960, se abrió la Escuela de Pedagogía de la UABC. Allí entró a estudiar la carrera de profesora de Historia de Educación Media. Concluyó sus estudios en 1965 y ese mismo año, en septiembre, empezó a trabajar en la secundaria Carlos A. Carrillo y en la escuela preparatoria, que entonces pertenecía a la universidad (actual plantel Mexicali I del Cobach).
Dos años después contrajo matrimonio. Nacieron sus tres hijos: Lidia, en 1967; René, en 1970, y Sandra, en 1973. De estas ramas se desprenden sus cinco nietos: Jerónimo, René, Andrea, Constanza y Marcos.

El Mexicali que le tocó vivir
En 1952 Baja California se convirtió en estado y empezó a crecer. En Mexicali, después de ese año se fundaron la universidad y el CETYS, surgieron muchas escuelas primarias y secundarias y se edificaron los hospitales del Seguro Social y del ISSSTE.  
En la década de los años sesenta, la mayor parte de la ciudad no tenía pavimento. Solo contaban con él las avenidas Obregón, Madero y Reforma, y algunas calles del centro de la ciudad, que era conocido como “el pueblo”.
En el pueblo estaban las únicas tiendas, donde las familias compraban su ropa y zapatos. Las principales eran La Nacional, La Campana (estas dos todavía funcionan), La Exposición, La Cigüeña, La Ideal, La Campana y las Tres B. Un lugar importante era el Mercado Municipal, en el que se vendían todo tipo de productos y donde había muchos restaurantes de comida mexicana.
Otro sitio muy visitado era La Chinesca, donde los chinos tenían sus tiendas, carnicerías, lavanderías y casinos. En toda esa área existen subterráneos en los que vivían los asiáticos. Un hotel lujoso de ese sector fue el Cecil, propiedad de Cecilio Chi. También estaba un famoso restaurante al que por más de ochenta años acudieron los mexicalenses: el 19, ahora ya cerrado. Otros eran el 8 y el Victoria, que aún brinda el servicio.
Dos empresas que empleaban a mucha gente eran La Jabonera —donde se recibía y procesaba el algodón; en sus terrenos está ahora la plaza La Cachanilla, y solo queda de sus instalaciones el tanque de agua— y la Cervecería de Mexicali —en la que se elaboraba una cerveza muy famosa, consumida en Baja California y California, Estados Unidos; se cerró en 1973.
Las diversiones principales eran el béisbol, las corridas de toros y las fiestas cívicas, como las del 5 de mayo, el 16 de septiembre y el 20 de noviembre. Se presentaban desfiles que iniciaban en el parque Héroes de Chapultepec y terminaban en el antiguo Palacio de Gobierno (hoy Rectoría de la UABC), donde se hacía una feria con puestos de comida. También se realizaba cada año la Cabalgata del Desierto, con alumnos de Mexicali y Caléxico, quienes marchaban por las dos ciudades.
Posteriormente se abrió el Instituto Tecnológico. Surgieron los fraccionamientos y la mancha urbana se extendió hacia el este.
Para 1998 y 2007 (periodo en que nacimos sus nietos) la ciudad era otra. Muchas calles ya estaban pavimentadas y se habían construido las calzadas López Mateos, Lázaro Cárdenas, CETYS y muchas más.
Un gran número de edificios de los años cincuenta han desaparecido. El temblor del 4 de abril de 2010 destruyó el antiguo Mercado Municipal. Sin embargo, se conservan algunos inmuebles históricos, como la Casa de la Cultura, la Rectoría de la UABC, la Colorado River, la Cervecería Mexicali, el Archivo Histórico del Estado, la Escuela de Bellas Artes, la primaria Leona Vicario y la Escuela de Artes de la Universidad.

Su labor como historiadora
Interesada siempre en la historia y la cultura, en 1980 mi abuela estaba encargada de actividades culturales de una zona escolar y fue invitada a trabajar en el museo Hombre, Naturaleza y Cultura, por varios años. Lo mejor de ese periodo fue que aprendió sobre el pasado de Baja California. Allí se redefinió su vocación por la historia y la cultura, actividades a las que ha dedicado buena parte de su vida desde su jubilación.
Durante siete años, desde el Instituto Nacional de Antropología e Historia creó los museos comunitarios El Asalto a las Tierras, del ejido Michoacán de Ocampo; Juan García Aldama, de la comunidad El Mayor Cucapá; Altagracia Arauz, del poblado de San Vicente, y el de la comunidad rusa del Valle de Guadalupe.
Ha escrito varios libros: De tierras muy lejanas, los indígenas de Baja California, Manos nativas, artesanías de Baja California, 75 años del movimiento agrario, Bajo el sol de Mexicali, A la orilla del río Colorado, los cucapá, El Valle de Guadalupe, memorias de Lidia y Gabriel Kashirisky e Inocencia González Sáinz, memoria viva de la comunidad cucapá. Asimismo, innumerables artículos para periódícos y revistas.
Fundadora de la Sociedad de Historia Centenario de Mexicali, es su presidenta vitalicia desde 2003. Su gusto por la historia la hizo decidirse a participar para obtener el nombramiento de cronista. En el año 2000, cumpliendo con los requisitos de la convocatoria, fue electa por unanimidad como cronista y le dieron el derecho a elegir serlo del valle o de la ciudad. Eligió el valle.
Entre otros de los reconocimientos más importantes que ha recibido se encuentran el de Forjadora de Baja California, por la fundación Acevedo de Rosarito; Mexicalense que Ha Hecho Historia, por el XX Ayuntamiento, y Mexicalense del Año, por el grupo de Comunicadoras de Mexicali.
Además de su gusto por la historia y la lectura, su mayor satisfacción es viajar. Ha recorrido en muchas ocasiones todo México y, en especial, la península de Baja California. También ha visitado diversos lugares: China, Rusia, toda Europa, Canadá y algunas ciudades del este de Estados Unidos, como Filadelfia, Boston, Nueva York, Washington y Tennessee.


2 comentarios:

  1. Convino'muy bien la Biografía de la profesora Yolanda con la Historia d Mexicali,Felicidades niña tan talentosa como tú abuela

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  2. Impresionante trayectoria de una dama que ha dedicado su vida a la educación y a la historia, y de cuya presencia disfruta la comunidad. Por otra parte, felicitamos a la autora de la biografía, Andrea, quien con esta obra rinde un buen homenaje a su abuela. Linda, sencilla, correcta e ilustrativa redacción.

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