Moría
bellamente. Los brazos de Lucía me sujetaban a la vida, pero el frío venía
anunciando muerte segura. Pensaba en lo increíblemente cómodo que me resultaba
el piso, y mi cabeza recargada en su muslo. El viento se llevaba sus lágrimas,
evitando que cayeran en mi frente. ¡Oh, bendito viento! La noche era más oscura
y la luna brillaba con más fulgor, iluminando el rostro de Lucía para mi
deleite; las aves parecían conmovidas por la vida que se alejaba.
En
un instante de mutismo quedó claro todo. Ella era para mí, pero no era mía para
tenerla. Éramos unidos, nos amábamos bajo una falsa idea de posesión
sentimental y estancia perpetua. Es por eso que hoy me moría, para acabar con
esa avidez hacia ella. Pudo haber muerto ella, pero me pareció cruel apartar su
encanto maldito de la lista de infortunios que este mundo ofrece. Por eso muero
yo, porque no me queda nada bueno. Hace tiempo que dejé de hacerle bien a este
mundo.
Aunque
resultó bueno tenerla ahí en mi muerte, verla sollozar por mí fue lo más
sincero que me demostró. Me hizo ver que no todo fue falso, y eso es bueno.
Sometemos nuestros sentidos al silencio. El tiempo corre a su decadencia y
encanto. Sentía frío (creo que es costumbre en esos momentos), ya me molestaba
la luz como si apuñalara mis ojos. Me estorbaba el aire que toscamente luchaba
por entrar en mis pulmones. Y ella sufría por mi ya austera presencia. ¡Oh, qué
bellamente moría!
Sabía
que hoy moriría al despertarme por la mañana; ahora o luego, pero no pasaría de
hoy. Cuando no olí huevos revueltos, jugo recién hecho y pan tostado con
mermelada, fue cuando supe que este día moriría. Habría perdonado a mi Lucia si
hubiese sido día laboral; pero es sábado, siempre comemos eso los sábados. Y si
no se puede respetar una costumbre tan sencilla, ¡qué he de esperar de mi vida!
Eso solo indica perdida de interés, o a largo plazo muerte segura. Y no veo razón a esperar tanto tiempo. Por
eso preferí morirme hoy.
Bajé
a la sala y vi a mi Lucía tendida en el sofá viendo una vieja película de Tin
Tan; me parece que era la de El bello
durmiente, esa del “Cavermango”. A mí me gusta esa película. Interrumpí su
concentración al decirle: “Quiero que sepas que hoy me muero, y no es por nada
más que tú culpa. Tú me mataste esta mañana. ¡Carajo, llevas matándome dos
años!”. Me contestó con su indiferencia más sublime, se echó a reír y dijo:
“Sí, cariño lo que digas”, y volvió a la televisión.
Fuimos
a caminar a la plaza. Seguimos como si esa conversación nunca hubiese ocurrido,
pero yo sabía bien que me moría. No es que sea brujo o adivino, es más simple
que eso. En nuestras vidas nos dicen innumerables veces que, si uno cree algo y
se mentaliza, ese algo ocurrirá. A mí me lo dijo mi padre de pequeño: “Si tú
crees y te dices a ti mismo que te sientes mal, entonces te vas a sentir mal”. Eventualmente
el viejo tuvo razón, y me sentí mal, lo suficientemente mal como para faltar a
clases ese día. Eso es de lo que se trataba; yo amanecí con una necesidad de
morir, porque no quería esperar a que ella sintiera el placer de haberme matado
lentamente; por eso quería morir ese día en lo que el sol se ocultaba.
Eran
alrededor de las cuatro de la tarde y yo seguía sin morirme. Paseábamos por El
Callejón buscando algo que comer; para entonces yo ya no sentía hambre, ni sed,
ni ninguna necesidad por prolongar mi estancia. Un hombre que comía en una
carreta de tacos cayó al suelo, convulsionándose; su boca se llenó de espuma en
cuestión de segundos. Tal vez era alérgico a la comida, o tal vez fue
envenenado; pero fuese lo que fuese la muerte lo arrastró de este mundo,
olvidándome en él. “¿Sabes? Ese pude haber sido yo, Lucía”. Le hice ver que
sentía celos de aquel hombre. Me contestó molesta e irritada de que volviera el
tema, pero era imposible no mencionarlo; el hombre mismo fue quien inició la
conversación al caer de esa forma frente a nuestros ojos. De él no se habló
más.
El
resto del día fue callado. Solo me miraba con ojos delatores, diciendo que
estaba cansada, que quería ver algo o que tenía sed. Solo era tiempo prestado
el que pasé con mi Lucia esa tarde; nunca debió existir, no debería tener
recuerdos de ese día. Con cada paso nos acercábamos más a la seguridad de mi
hogar, donde no había ningún peligro de muerte, y yo seguía intacto. ¡¿Pero es
que no entendía que yo me moriría hoy?! ¡No quería caminar otro paso más con su
insufrible presencia!
“¡Acábame
de matar! Hazlo ahora, que me tienes para hacerlo; hazlo hoy, que quiero que lo
hagas. Expúlsame de tu vida y hazme polvo, que solo tú, querida, tienes el
poder de hacerlo. Porque así como te amo es como tú me odias; así, con esa
misma fuerza. Deja que lo último que vea sea este vestido ceñido a tu cuerpo. Haz
realidad mi quimera y acábame con fuerza en esta noche, y que el viento recoja
la evidencia de nuestro olvido. Hazlo solo por gusto, porque sé que quieres
hacerlo”. La llevé al límite, ella perdió su sentido. Se lanzó sobre mí con
tanto coraje, sentí sus manos en mi pecho empujándome con fuerza; ninguna
fuerza extraordinaria, pero sí suficiente para moverme. Perdí el equilibrio y
pasé de estar en la banqueta a la calle. El frente de un Ridgeline blanco topó
conmigo. Mi cuerpo azotó el suelo con fuerza. Vi todo en sombras, solo
distinguía el doliente rostro de mi Lucía. ¡Cómo la amé cuando se convirtió en
mi asesina de tiempo completo!
Moría
bellamente…
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