martes, 10 de enero de 2017

Acábame de matar



Moría bellamente. Los brazos de Lucía me sujetaban a la vida, pero el frío venía anunciando muerte segura. Pensaba en lo increíblemente cómodo que me resultaba el piso, y mi cabeza recargada en su muslo. El viento se llevaba sus lágrimas, evitando que cayeran en mi frente. ¡Oh, bendito viento! La noche era más oscura y la luna brillaba con más fulgor, iluminando el rostro de Lucía para mi deleite; las aves parecían conmovidas por la vida que se alejaba.
En un instante de mutismo quedó claro todo. Ella era para mí, pero no era mía para tenerla. Éramos unidos, nos amábamos bajo una falsa idea de posesión sentimental y estancia perpetua. Es por eso que hoy me moría, para acabar con esa avidez hacia ella. Pudo haber muerto ella, pero me pareció cruel apartar su encanto maldito de la lista de infortunios que este mundo ofrece. Por eso muero yo, porque no me queda nada bueno. Hace tiempo que dejé de hacerle bien a este mundo.
Aunque resultó bueno tenerla ahí en mi muerte, verla sollozar por mí fue lo más sincero que me demostró. Me hizo ver que no todo fue falso, y eso es bueno. Sometemos nuestros sentidos al silencio. El tiempo corre a su decadencia y encanto. Sentía frío (creo que es costumbre en esos momentos), ya me molestaba la luz como si apuñalara mis ojos. Me estorbaba el aire que toscamente luchaba por entrar en mis pulmones. Y ella sufría por mi ya austera presencia. ¡Oh, qué bellamente moría!
Sabía que hoy moriría al despertarme por la mañana; ahora o luego, pero no pasaría de hoy. Cuando no olí huevos revueltos, jugo recién hecho y pan tostado con mermelada, fue cuando supe que este día moriría. Habría perdonado a mi Lucia si hubiese sido día laboral; pero es sábado, siempre comemos eso los sábados. Y si no se puede respetar una costumbre tan sencilla, ¡qué he de esperar de mi vida! Eso solo indica perdida de interés, o a largo plazo muerte segura.  Y no veo razón a esperar tanto tiempo. Por eso preferí morirme hoy.
Bajé a la sala y vi a mi Lucía tendida en el sofá viendo una vieja película de Tin Tan; me parece que era la de El bello durmiente, esa del “Cavermango”. A mí me gusta esa película. Interrumpí su concentración al decirle: “Quiero que sepas que hoy me muero, y no es por nada más que tú culpa. Tú me mataste esta mañana. ¡Carajo, llevas matándome dos años!”. Me contestó con su indiferencia más sublime, se echó a reír y dijo: “Sí, cariño lo que digas”, y volvió a la televisión.
Fuimos a caminar a la plaza. Seguimos como si esa conversación nunca hubiese ocurrido, pero yo sabía bien que me moría. No es que sea brujo o adivino, es más simple que eso. En nuestras vidas nos dicen innumerables veces que, si uno cree algo y se mentaliza, ese algo ocurrirá. A mí me lo dijo mi padre de pequeño: “Si tú crees y te dices a ti mismo que te sientes mal, entonces te vas a sentir mal”. Eventualmente el viejo tuvo razón, y me sentí mal, lo suficientemente mal como para faltar a clases ese día. Eso es de lo que se trataba; yo amanecí con una necesidad de morir, porque no quería esperar a que ella sintiera el placer de haberme matado lentamente; por eso quería morir ese día en lo que el sol se ocultaba.
Eran alrededor de las cuatro de la tarde y yo seguía sin morirme. Paseábamos por El Callejón buscando algo que comer; para entonces yo ya no sentía hambre, ni sed, ni ninguna necesidad por prolongar mi estancia. Un hombre que comía en una carreta de tacos cayó al suelo, convulsionándose; su boca se llenó de espuma en cuestión de segundos. Tal vez era alérgico a la comida, o tal vez fue envenenado; pero fuese lo que fuese la muerte lo arrastró de este mundo, olvidándome en él. “¿Sabes? Ese pude haber sido yo, Lucía”. Le hice ver que sentía celos de aquel hombre. Me contestó molesta e irritada de que volviera el tema, pero era imposible no mencionarlo; el hombre mismo fue quien inició la conversación al caer de esa forma frente a nuestros ojos. De él no se habló más.
El resto del día fue callado. Solo me miraba con ojos delatores, diciendo que estaba cansada, que quería ver algo o que tenía sed. Solo era tiempo prestado el que pasé con mi Lucia esa tarde; nunca debió existir, no debería tener recuerdos de ese día. Con cada paso nos acercábamos más a la seguridad de mi hogar, donde no había ningún peligro de muerte, y yo seguía intacto. ¡¿Pero es que no entendía que yo me moriría hoy?! ¡No quería caminar otro paso más con su insufrible presencia!
“¡Acábame de matar! Hazlo ahora, que me tienes para hacerlo; hazlo hoy, que quiero que lo hagas. Expúlsame de tu vida y hazme polvo, que solo tú, querida, tienes el poder de hacerlo. Porque así como te amo es como tú me odias; así, con esa misma fuerza. Deja que lo último que vea sea este vestido ceñido a tu cuerpo. Haz realidad mi quimera y acábame con fuerza en esta noche, y que el viento recoja la evidencia de nuestro olvido. Hazlo solo por gusto, porque sé que quieres hacerlo”. La llevé al límite, ella perdió su sentido. Se lanzó sobre mí con tanto coraje, sentí sus manos en mi pecho empujándome con fuerza; ninguna fuerza extraordinaria, pero sí suficiente para moverme. Perdí el equilibrio y pasé de estar en la banqueta a la calle. El frente de un Ridgeline blanco topó conmigo. Mi cuerpo azotó el suelo con fuerza. Vi todo en sombras, solo distinguía el doliente rostro de mi Lucía. ¡Cómo la amé cuando se convirtió en mi asesina de tiempo completo!
Moría bellamente…

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