Adolfo y sus compañeros estaban jugando al futbol en el
patio de la escuela, él solo enfrente de la portería y… se cayó, se raspó en la
tierra, se raspó toda la rodilla y el codo. En vez de ayudarlo, sus compañeros
le empezaron a decir de cosas, burlándose.
Adolfo se sintió muy triste, porque ahí estaba la chica
que le gustaba, y se fue todo apenado. Llegó a la casa donde vivía con sus
abuelos, una vivienda humilde, de un piso y dos habitaciones. Lo vieron tan
triste, que su abuelo, don Damián, le preguntó qué le pasaba. Adolfo no le
contestó, se quedó con la mirada baja.
El niño se fue a su cuarto y minutos después su abuela
Eva le preguntó qué le sucedía. Adolfo le gritó: “¡Qué
te importa!”. Salió de su casa, y sin siquiera viendo a qué dirección, se fue
lejos.
Ya que se percató de su error de fugarse, no sabía dónde
estaba. Miraba a su alrededor y solo miraba sierras, montañas y un río. Llevaba
un día fuera, en pleno calor y con hambre y sed. Cuando ya no podía más, cayó
desmayado.
Al despertar, miró a un viejo pintado de blanco. Adolfo
le dijo: “¿Es usted Emiliano Zapata?”. El hombre le
pegó un puñetazo. El niño, ya reaccionando adecuadamente, se iba a rascar el
pelo cuando se dio cuenta de que estaba amarrado a un palo de madera clavado en
el suelo, en el desierto.
Unos hombres se aproximaron al niño y le pusieron un
tazón de agua en la boca, para que bebiera. Después de esto lo soltaron y
Adolfo les gritó: “¡A ver, éntrenle! ¡Tal vez tenga doce años, pero tenía
cuatro años cuando inició la revolución!”. Los hombres se le quedaron mirando,
y uno le acercó comida.
Adolfo se tranquilizó y se puso a comer. Después, cuando
empezó a oscurecer, los hombres le indicaron dónde iba a pasar la noche: era un
domo hecho con ramos de mezquite, álamo y yuca. Adolfo, sin ninguna otra
opción, tuvo que entrar con ellos y dormir en el domo.
A la mañana siguiente, las personas lo despertaron muy
temprano y lo llevaron a un lugar desolado, a pocos kilómetros de donde vivían.
Le hablaban, pero lo único que él entendió fue “Wa kunyur”.
Después subieron a un cerro. El niño gritaba desesperadamente:
“¡Ya déjenme ir!”, pero las personas le entregaron pintura negra y le indicaron
que se cubriera con ella todo el cuerpo. Adolfo exclamó: “¡No voy a pintarme!”.
Entonces ellos le empezaron a gritar sobre un “Komet” y un “Sipa”.
El niño se pintó totalmente de negro. Al día siguiente,
aún en el cerro, le pintaron una línea blanca. Él, confundido, no sabía qué
hacer, pero escapar no era una opción, ya que ignoraba dónde se encontraba y
probablemente lo atraparían mientras intentara escapar.
Continuaron arriba del cerro por una semana. Cada día le
iban pintando una línea blanca en el cuerpo. Cuando Adolfo comenzó a pensar que
así iba a ser el resto de su vida, bajaron a un río. El niño imaginó lo peor:
que lo ahogarían o que lo dejarían ahí sin comida. Pero lo que sucedió fue que
le quitaron la pintura con el agua.
Después de esto, Adolfo se sentía libre de culpa, se
sentía purificado de todo mal; olvidó todo lo malo de su vida, olvidó las
burlas y su tristeza. Empezó a confiar en esas personas, al igual que ellos en
él.
Lo llevaron a sus viajes de exploración, le enseñaron a cultivar
y cosechar las siembras de maíz, calabaza y frijol; a cazar con los arcos, las flechas,
los palos y el mazo; le mostraron cómo adorar al Sol, al mar y al escarabajo.
En un viaje de cacería, a Adolfo le empezaron a molestar
los raspones que se había dado, así que regresando del viaje le pusieron unas plantas
en las heridas. Después de esto se sintió mucho mejor.
El niño aprendió a convivir con esas personas, aprendió a
cosechar y cultivar su comida, a cazar, y a reconocer los terrenos del lugar. Un
día ellos le entregaron un morral con comida, agua y un mazo. Le indicaron que
podía retirarse para regresar a su casa.
Adolfo tomó un camino de regreso. Como ya conocía el
terreno, sabía dónde empezar su recorrido. Pero ignoraba qué dirección seguir.
Así que lo que hizo fue confiar en sus instintos, y siguió la dirección que
éstos le marcaban.
El niño estaba dudando de si había tomado la decisión
correcta. Ya se le estaba acabando la comida. Empezó a beber agua de los
cactus. Se sentía a punto de rendirse, pero recordó a sus abuelos y continuó
adelante.
Cuando parecía ver rastros de un pueblo, se le aparecieron
una manada de coyotes: eran cinco animales hambrientos, que lo veían fijamente.
Adolfo sacó su mazo, y le brincaron encima. Él alcanzó a pegarle a uno, pero no
le quiso dar con la fuerza necesaria para matarlo; solo le asestó la suficiente
para dejarlo inconsciente. Cuando lo atacaron los demás, pudo pegarle a otro,
pero ya no le alcanzaba para el resto.
Estaba cerca su fin. De repente surgieron cuatro flechas
disparadas directamente contra los coyotes. Pero desafortunadamente una de
ellas no dio en el blanco. Cuando el coyote estaba cerca para atacar a Adolfo,
un balón de futbol le dio en la cara al animal, y esto lo movió, de modo que el
niño alcanzó a pegarle un golpe mortal.
Al final, Adolfo llegó a su casa. Lo primero y único que
hizo fue abrazar a sus abuelos. En ese abrazo sobraban las palabras, pero él les
dijo: “¡Los quiero mucho!”.
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