domingo, 7 de agosto de 2016

Un viaje con varias sorpresas

Dania Cristina Ruiz León

El día 27 de febrero del año 2014 los alumnos de segundo grado de secundaria acudimos a un viaje de estudios al museo LACMA, en Los Ángeles. Partimos del Instituto Salvatierra en un largo viaje en autobús.

Durante las varias horas de camino, la diversión no faltó, ya que en compañía de amigos hubo bromas y risas. Aunque, después de unas horas, varios optaron por descansar.

Al llegar a Los Ángeles acudimos a un centro comercial llamado The Groove, para relajarnos un tiempo y comer. El lugar es enorme y abarca varias cuadras, en las que no circulan autos, y nos dijeron que podíamos recorrer las tiendas solos hasta cierta hora. “¿Así, sin más? ¿Sin que nos vigilen los profes? ¡Eso sí que es sorprendente!”, oí decir a alguien.

La primera tienda que visitamos fue una dulcería (algo muy apto para alumnos de segundo de secundaria). Era muy colorida; en el centro de la tienda, como una cascada hacia arriba, había grandísimas esculturas de paletas de colores que llegaban al techo, y había dulces de todas clases, incluso japoneses, los cuales nadie supo adivinar de qué eran.

Después de salir asombrados, pasamos por la calle principal hacia el área de comida. Ya con hambre, todos los puestos de alimentos nos parecían hermosos, y al no saber decidir, optamos por comer hot-dogs, en un área abierta con blancas mesas y verdes y altos árboles.

Al terminar nos dividimos, pero concordamos en vernos en una juguetería (algo aún más apto). Pero cuando llegamos vimos que era pequeña y estaba hecha de madera, sin más decoración que los juguetes que ahí había, así que seguimos nuestro camino.

Ya estábamos aburridos cuando llegó un compañero al que no habíamos visto en nuestro punto de reencuentro. Nos contó que había hallado accesorios geniales de un videojuego y otras cosas, pero nuestra sorpresa fue saber dónde los encontró: en una librería.

Corrimos hacia allá y vimos que era enorme y contaba con tres pisos, por los cuales podías subir por escaleras eléctricas; las paredes eran claras, mas no blancas, y en el techo se hallaba un gran tragaluz, que iluminaba todo el lugar con el claro resplandor de la tarde.

Mis compañeros subieron presurosos al tercer piso y decidieron quedarse admirando los artilugios. Pero yo, al no interesarme tanto, decidí ir en busca de algunos libros.

Al salir de ahí, satisfechos, llegamos con los demás alumnos para partir hacia el museo.
“Tomen un mapa y vayan por el lugar. ¡Los quiero aquí a las cinco en punto!”, fue lo que nos dijo un maestro antes de dispersarnos por las exposiciones del extenso y blanco museo.

Al principio no sabíamos qué hacer exactamente, pero después ya estábamos recorriendo largos pasillos con pinturas colgadas y salones blancos y altos con esculturas complejas, mientras tomábamos notas y fotos, vigilando siempre la hora.

Como terminamos pronto tuvimos tiempo de descansar en las mesas de una cafetería al aire libre.

Los autobuses arrancaron poco después de las cinco de la tarde, y ya habíamos avanzado alrededor de veinte minutos cuando nos avisaron que faltaban tres alumnos… “¡Qué grata sorpresa!”, dije irónica mientras mis amigos se reían del comentario.

Nos detuvimos en el estacionamiento de un establecimiento de comida y allí tuvimos que esperar alrededor de tres horas, hasta que los trajeron de vuelta.

Después de algunos abucheos y bromas todos cayeron dormidos de regreso a Mexicali, y aunque llegamos más tarde y más cansados, la experiencia valió la pena 

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