jueves, 4 de julio de 2019

Los perpetradores




Creo que puedo hablar tanto por mí como por el Bene cuando digo que teníamos mucha vergüenza. Ni uno de los dos quería ir con el capitán Martínez a explicarle los detalles. El caso más controversial del año terminó siendo un fiasco, y no queríamos ser los que se lo contaran. Pero ese caso era el nuestro; no teníamos de otra.
El Bene lideró la carga. Su reluciente cabeza estaba bien en alto, pero su cara arrugada mostraba una fúnebre expresión. Se notaba bien que no solo esta semana, sino que el trabajo en general le había drenado la juventud al añejo sesentón.
Tocó la puerta de la oficina del capitán y este, con tono frío y cansado, exclamó:
–¿Quién está ahí?  
–Bene y Santiago –respondió el Bene, como imitándole el tono.
 –Adelante, la puerta está abierta –replicó el capitán.
El reloj a su derecha marcaba la 1:32 de la mañana. Lo exhausto se le notaba en su pálida piel. Creo que los pocos pelos grises que aún tenía la semana pasada ya se habían vuelto blancos. Mas era de esperar verlo así: con tanta prensa, político y protestante preguntando, exigiendo y quejando, era inevitable. 
Entramos a la oficina sin pompo ni prisa, y nos sentamos. No sé Bene, pero yo no podía mirar al capitán a los ojos.
–¿Y bien? –dijo este, sabiendo bien para lo que íbamos–. ¿Qué resultó de esto?
–Pues –comenzó a decir el Bene, antes de que siquiera procesara la pregunta–… fue lo que pensamos. Accidente automovilístico. Ninguno de los interrogados tenía conexión personal con la víctima; dicen que se escondió el cuerpo por miedo a las consecuencias, y dudo que sea mentira. La autopsia corrobora la confesión dada.
Le di una mirada furtiva al Bene. Los dos sabíamos muy bien que había omitido un detalle bastante importante. Aunque creo que en ese momento lo hizo por el bien del capitán, era obvio que le iba a salir el tiro por la culata cuando este se enterara. El Bene no me devolvió la mirada.
–Ya veo –replicó el capitán, sonriendo, como si se tratara de un chiste–. ¿Así, todo el lío sí terminó siendo para nada? ¿Las protestas, las campañas, las noticias pintándolos de jóvenes demonios, nomás por un mísero accidente?
Nos quedamos callados. El capitán se veía miserable, transparente, a punto de quebrar. No niego que el Bene es listo, salvándole un poco de dignidad al caso este al evitar mencionar algunas cosas. ¡Dios sabrá cómo se pondría Martínez al enterarse y, sinceramente, lo último que le faltaba a esta semana era presenciar el sufrimiento de mi superior!
–¿Eso es todo? ¿Nada más que agregar? –preguntó el capitán, en un tono sombrío. 
–No, jefe –afirmó el Bene, mirando al piso.
–¡Pues qué más da! –dijo el capitán, tan terminante como decepcionado–. Váyanse a dormir ya. Encárguense del papeleo mañana en la mañana. Ya parecen muertos los dos. 
No son poco comunes los casos en que los perpetradores son ineptos para cometer un crimen, pero que se lo hagan a una persona importante y que se suponga que sus intenciones son malignas sin evidencia, es una rara ocasión. Creo que, después de terminar este caso, llego a la conclusión de que una combinación de estos factores es una rara mina de oro para los medios amarillistas. 
La víctima, no cabe duda, tenía importancia: Laura Cervantes era la única hija del gobernador del estado, Marco Cervantes. Niña de alta clase, alta educación, bajas calificaciones, pero conducta modelo, era una de las dos consentidas de su padre; la segunda era su esposa. Fue declarada desaparecida el sábado 1 de octubre y su cuerpo fue encontrado el 15 del mismo mes, ya bien fétido, dentro de una casa abandonada a las afueras de la ciudad.
Al llegar ahí, Bene nomás se echó a reír (y con buena razón): el encubrimiento del crimen era patético. Como la casa tenía piso de tierra, se podía ver bien claro cómo el cuerpo había sido arrastrado de afuera hacia adentro, y la dirección desde la que se hizo. Aunque tenía una jeringa y una bolsa con un polvo blanco a su lado, aquella nunca se había usado y, aun desde lejos, se notaba que el polvo era simplemente maicena. 
Al hacerle la autopsia, aunque sí salió mucho hueso bien roto, ni una droga había en el cuerpo. Para acabarla, los dos perpetradores dejaron sus huellas digitales tanto en los dos objetos como en las prendas de la niña. Era inmensamente obvio, desde el principio, que quienes cometieron el crimen eran terriblemente incompetentes. 
Ahora bien, en la mayoría de los casos las familias no gustan mucho de divulgar la muerte de sus hijos. Pero el gobernador es diferente. Con tanto poder que tiene, sumado a que quien se había muerto era su única hija, ha de haber sentido que hacer público y bien sabido el asesinato de Laura Cervantes era lo mejor que hacer. Y solo Dios sabrá si o por incentivo del hombre, o por el estatus de la asesinada, los medios reportaron mucho la muerte de la joven. 
De la noche a la mañana, Laura fue gran tema de conversación no solo del estado, sino también del país. Resulta que su muerte, de la manera en que fue reportada, conmovió a muchos mexicanos. Que murió con sus huesos del pecho machacados, escondida en una casa abandonada, con los asesinos (seres que, juraban, debían de ser ruines y repugnantes) tratando de encubrirlo como si fuera la sobredosis de una inocente chica. 
Y que el público se lo tragó. Lo que se veía ante nosotros como un accidente encubierto, ante ellos se veía como un horrendo crimen. Y mientras que aseguro que grotesco sí es, sobre todo cuando ves el cuerpo, ni el Bene ni yo creíamos que los perpetradores fueran hombres viles.
No tardamos mucho en encontrar a los culpables. Eran nomás chicos de preparatoria. No muy amigos, al parecer, y al parecer no se metían mucho en problemas. El que atropelló por accidente a Laura pudo convencer al otro de ayudarle por medio de un soborno monetario. 
Nomás me puedo imaginar la cara del capitán cuando se entere de ese crucial detalle.

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