jueves, 4 de julio de 2019

¡Ring, ring!


“Dejala ir”, pensé.
La miré como nunca había mirado a alguien. Con un anhelo de que lo que estaba sintiendo no fuera real. Y esperaba que simplemente se desvaneciera como el viento. Pero no fue así. Tenía que dejarla ir, y lo hice…

Yo acababa de entrar a la universidad. Y fue ahí, sentado en el fondo, cuando noté que, tras un nombre que no recordaba, estaba una bella joven poco visible. Entre muchas se levantó y, con una sutil presencia, dejó emitir su voz de locutora con ese característico tono claro, dando la respuesta con un detalle y tranquilidad extraordinarios.
Eso me hizo recordar aquellas noches de mi infancia, cuando, en completa oscuridad, solo escuchaba la radio, hasta que, tras la medianoche, me alcanzaba el sueño. Y todo esto mientras ella aún hablaba con aquella voz suave, casi acompañándome, tal como lo hacía aquella radio vieja.
Debo admitir que fue un sentimiento muy extraño. A mitad de su respuesta simplemente dejé de pensar en cualquier otra cosa y me enfoqué en su rostro. Ella simplemente nos regalaba el sonido de su voz con aquel cabello rubio corto y un piercing.
Alguien con esa voz y tan joven como ella no podía más que exigir lo mejor, y en mi mente surgió como un relámpago la pregunta: ¿Con quién saldrá? Me la imaginé saliendo de la universidad y subiendo al auto de un apuesto y adinerado hombre con la imagen de un triunfador. En otras palabras, una vida de triunfos.
Pasó un año completo. Una noche, en la parada del camión, la vi corriendo hacia mí.
—¡Hola! Corrí para no perder el camión.
Apenas terminó de decir esas palabras, asustado y casi de forma instintiva pregunté:
—¿Eres locutora, verdad?
Y ella dijo: —Sí, lo soy. 
Y agregó, además, algo que me dejó pasmado.
—Sí… te recuerdo. ¿Tú estás en mi clase de derecho constitucional, verdad...? Bueno, hablamos después.
Y subió al camión. Yo ni siquiera la había notado en esa clase; sin embargo, ella sí me notó.
Existía un chance. Uno en un millón. Pero un chance había. Si me recordaba, pudo haberme prestado atención; quizás aún podría acercarme a ella. Aunque no podría competir con el novio que, me imaginé, tendría. 
Una tarde yo estaba sentado en un pasillo. Fue allí que la vi acercarse a mí, mirándome fijo a los ojos. Yo reaccioné rápidamente y bajé un poco la cabeza, para esquivar su mirada. 
Sin embargo, se paró enfrente de mí y, tras un “hola”, empezó a hablar sobre lo caluroso del día. Y yo solo asentía con la cabeza, observando sus ojos.
En un momento reaccioné y empecé a dialogar de la forma más amable y cordial que pude.
Pensé que recordaría por mucho tiempo todo lo que me dijera, pero no fue así. Yo, siguiendo aquel juego típico de “darle la razón en todo”, le mentí, a punto tal de decirle que sus pasatiempos y gustos eran también los míos. Terminé casi naturalmente invitándola a ir juntos a uno de esos recitales de rock que odio. 
Casi esperando un “no” y sonriendo al instante, por pensar que sabía su respuesta, ella me sorprendió diciendo:
—Sí, pero el próximo recital es dentro de varios meses. ¿Por qué no nos juntamos a tomar algo en un bar hermoso que yo conozco…?
Aquello me quitó el aliento. Allí estaba esa mujer inalcanzable, triunfadora y hermosa, coqueteando conmigo. 
Ese día, con un “listo, acordamos luego”, nos despedimos.
Elegí un lugar cercano a su casa. Supuse que así no tendría excusa para no ir. Y le mandé el mensaje a su celular. Aunque, la verdad, simplemente no pensé que me contestaría.
Pasaron algunos segundos después de haber apretado el “Send” y sonó el teléfono, a un ritmo casi tan rápido como los latidos de mi corazón. Aceptaba la cita.
Tomé mi mejor camisa y me dirigí al café. Al llegar me senté frente a una mesita redonda. Esperé que llegara, pero, tras veinte minutos, pensé que me había dejado plantado. Primero cultivé cierto odio y rencor, por dejarme solo; luego reflexioné: “Quizás nunca quiso hablar conmigo. Solo me vio ahí triste y quiso levantarme el ánimo. Quizás solo quiso aceptar la cita por lástima y el resto solo me lo imaginé”.
Ahí, en el mismo instante que mi mente dictó su resultado, la vi venir a mí de nuevo. Y quedé pasmado una vez más. Se disculpó y dijo que en la radio donde trabajaba no la dejaron salir, por eso se retrasó.
“Déjala ir”, pensé...
Entonces me animé a decirle, aún con el corazón palpitante:
—Lo nuestro no funcionará. Eres muy hermosa, pero lo siento. No soy lo suficiente para ti.
Ella, como no aceptando la noticia, siguió hablando, hasta que se despidió con un cálido “adiós”.
Yo me quedé en aquel café pensando si había hecho lo correcto. No tardé mucho en notar lo tonto de mi acción, pero era demasiado tarde.
Hoy, acomodando cajas para mudarme, encontré en el interior de una vieja funda de guitarra un papelito amarillo con su número. Y con la ilusión de “un nuevo chance en un millón”, le mandé el último mensaje. Peró no respondió.
Hasta que escuché el: “¡Ring… ring…ring…!”.


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