jueves, 4 de julio de 2019

Un recuerdo y un olvido



Desperté con un peso terrible en el pecho, pero no era novedad. Yo solo sentía dolor. Una agonía aguda que acababa lentamente con mi cerebro. Pensamientos psicópatas que vienen y van. Nadie entendía lo que yo sufría. Los días eran lúgubres y no encontraba un sentido para seguir en pie. La causa era simple: el rechazo de Julieta.
La historia se remontaba a aquel día con ella. Esa mujer, la causa de mi locura. Pero todo iba a estar bien, me decía a mí mismo; todo acabará pronto. Mi mente se iluminó y me hizo ver que había una solución.
En mi solitario apartamento busqué, moví los pocos muebles que tenía, hasta que encontré la llave a mi serenidad: una Beretta M9 cargada, esperando mis órdenes. Me senté en el suelo con las manos entre el pelo; me mojé la cara un par de veces. Dudaba: ¿acaso es real lo que voy a hacer? Mi melancolía me estaba comiendo vivo. Decidí hacerles caso a mis pensamientos. Tomé la bolsa de mi laptop, guardé el arma con mucho cuidado. Antes de partir, tomé una foto de Julieta, la guardé en mi bolsa también; necesitaba borrarla completamente de mi vida. Tracé mi rumbo hacia la calma. Me estaba dirigiendo a casa de ella.
Recordé aquel día vagamente, aquel momento en donde inició todo. Los detalles fui suprimiéndolos con el paso del tiempo. La recogí de su casa, su madre me saludó afectuosamente y nos retiramos. Fuimos a cenar a su restaurante favorito. Le pedí al mesero que pusiera nuestra canción. 
Todo pintaba bien, o al menos eso creía. Ella se reía. Su risa era una melodía angelical para mis oídos. Su sonrisa brillante iluminaba mi alma. Un rato después partimos al parque donde nos habíamos conocido, hogar de bastantes recuerdos. En el centro de este, me puse de rodillas, tembloroso con un aviario en el estómago. Saqué el anillo poco a poco. Vi que su sonrisa se difuminaba. Julieta simplemente dijo un frío y sólido “No”, seguido de un lamento, y a los segundos se retiró. La gran avenida opacaba mi sollozo mientras que estaba perdido en mis memorias. Quería alcanzarla, suplicarle, pero su imagen se desvanecía en la oscuridad.
Procedí con lo mío, deambulando por las calles, acercándome paso a paso a su casa, decidido a lo que iba a cometer. Preparado, estaba seguro y confiado, sin frenos.
Bajo un cielo encapotado, a nada de llorar, aquella fecha entraba en mi mente y no podía salir. Mi cara llena de manchas y lágrimas me delataba, pero tenía que seguir con mi deber y acabar con el dolor.
En una intersección me encontré a un oficial en su patrulla. Me miró fijamente arrugando sus ojos, enfocando su vista en mi bolsa. Me limpié las lágrimas y le devolví la mirada con una sonrisa, para cortar la tensión. Empecé a sudar; una, y después dos gotas, se deslizaban sobre mi frente. Por suerte mi nerviosismo no fue tan evidente, por lo que el oficial me devolvió la sonrisa haciendo un ademán con la mano, mientras seguía su trayectoria.
Al fin, después de una larga caminata llegué a la casa de ella. Noté algo raro: había dos Mercedes estacionados en la cochera. Pero no le di mucha importancia. Ahí estaba, parado frente a la entrada principal; la única barrera entre Julieta y yo era la puerta. Por esta siempre salía ella alegre cuando la esperaba para dar un paseo. 
Metí la mano suavemente a mi bolsa, mientras con la otra toqué la puerta tres veces.
Abrió su padre. Lo empujé bruscamente exclamando: “¿Dónde está Julieta?”. Mi arma estaba apuntando a su pecho. El señor, al borde del llanto, logró también empujarme lo suficientemente fuerte para perder el balance. Después corrió. Disparé, pero la bala no alcanzó su objetivo. Disparé dos veces el techo gritando: “¡Tráiganme a Julieta!”.
Un profundo silencio se extendió por toda la casa. Estaba viendo a mi alrededor: todos ahí sabían de mi presencia, sentían el miedo que quería que sintieran; solo faltaba encontrar a Julieta. En una pared pude ver fotos suyas, un collage inmenso; pero se veía desgastado, como si alguien hubiese ido a destruirlo múltiples veces. Al ver esas fotos mi furia se elevó. Disparé dos veces más, esperando respuestas.
En eso llegó la madre, con toda la tranquilidad del mundo. Apunté mi arma a su clavícula. Ella no merecía esto. La miré a los ojos y le dije: “Por favor retírese. No le quiero hacer daño”. Suspiró, me miró de una manera totalmente natural, bajó mi arma poco a poco: no se veía nerviosa en lo absoluto, no parecía que había una pistola debajo de su techo. Susurró mi nombre: “Esteban”. Después bajó la mirada y agregó: “No podemos seguir haciendo esto”. 
De repente, dos oficiales entraron con brusquedad, acompañados de un joven alto con lentes. La madre de Julieta los detuvo diciéndoles que todo estaba controlado, y el chico de lentes se aproximó a ella con un bloc de notas.
–¿Este es el joven, verdad?
–Sí –afirmó la mujer. Yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba sucediendo. El joven y la madre seguían conversando, mientras un sinfín de preguntas llegaban a mi mente.
–Tenemos un bloqueo mental severo –confirmó el tipo de lentes–. ¿Ya le ha tratado de explicar lo sucedido?
–Los dos meses que ha estado viniendo a la casa he tratado de explicarle. Pero cada vez se agranda el problema; ahora trae un arma.
Me fijé en el suelo buscando mi arma, pero los policías la tenían confiscada. No sabía qué demonios estaba ocurriendo. En eso, el chico de lentes me tomó del hombro, aclarándose la garganta:
–Esteban, tenemos que parar esto. Los dos sabemos la verdad y tienes que aceptarlo. Tú lo viste y engañándote solo empeora las cosas, ya sea para ti y para la familia. Insisto: tienes que aceptar que Julieta está muerta. 
Me hundí hasta el fondo del mar, sin salida, mientras las palabras de la madre y del psicólogo me entraban por un oído y me salían por el otro. 
–Julieta jubilosa aceptó el anillo, Esteban. Tienes que recordar: corrieron por la avenida llenos de felicidad; desgraciadamente, un tráiler sin luces no pudo evitar el golpe certero que finalizó con su vida el día en el que ella te aceptó.
–¡No es posible! ¡No! ¡NO! –grité. Los recuerdos eran tan pavorosos. Ninguna mente humana era capaz de tolerarlo. En mi rabieta despedacé el collage de Julieta. Quería morir. Un oficial, al notar mi conducta agresiva, sacó su taser y me dio una descarga eléctrica que recorrió mi cuerpo de pies a cabeza.
Tirado en el suelo, escuché murmurar al psicólogo y a la madre de Julieta:
–Lo dejaremos en su apartamento. Lo estaremos vigilando, para no tener otro incidente. Esperemos que mañana notemos cambios.
–Su reacción fue algo distinta a las demás –confesó la madre–. Ya mañana será otro día.
Los agentes tomaron mi cuerpo. Solo pude ver la luna llena que iluminaba la ciudad, por la ventanilla de la patrulla. No sabía en qué pensar. Mis ojos se iban cerrando despacio, con la imagen de Julieta abarcando mis ideas, desvaneciéndose en la oscuridad.
Desperté con un peso terrible en mi pecho, pero no era novedad. Yo solo sentía dolor. Una agonía aguda que acababa lentamente mi cerebro. Pensamientos psicópatas que vienen y van. Nadie entendía lo que yo sufría. Los días eran lúgubres y no encontraba un sentido para seguir en pie. La causa era simple: el rechazo de Julieta.

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