jueves, 13 de junio de 2019

Corta vida en muchos libros




“¿Huevos Verdes con jamón?”.
“No me gustan”.
Tenía solamente tres años cuando se me leyó el primer libro, el cual marcaría la diferencia en la edad donde mirar Dora, la exploradora era lo más importante para mí, para querer escuchar historias todos los días, todo el día.
Llevaba exactamente 37 meses en este mundo cuando a mi madre se le ocurrió la mejor idea del mundo: comprar Huevos verdes con jamón, del Dr. Seuss. Un libro que para muchas personas puede sonar bobo, fue para mí el mejor de todos, en aquella tarde de diciembre de 2005. Desde entonces, durante los siguientes siete años de mi vida, ese sería uno de los varios libros que se unieron a mi colección. Cada vez que podía compraba nuevos títulos, ya que aprendí a leer a los cuatro años de edad. Mi vocabulario no era el más extenso y debía auxiliarme con el diccionario (o, en algunos casos, con mi madre) al lado mío, por si tenía alguna duda.
Tras varios años y varias mudanzas, en la primaria encontré la primera biblioteca de mi existencia, llena de libros rotos donados por la SEP.  Se convirtió en mi lugar preferido de la escuela. La primera obra con más letras que dibujos que leí en mi vida fue El principito, todo un cliché y un clásico que al menos el noventa por ciento de las personas han leído una vez o más. Después de ese, unos meses después seguí con Mi pequeño vampiro, de Angela Sommer-Bodenburg (unos años más tarde descubrí que tiene varias adaptaciones al cine, de las cuales igual soy fan, desde temprana edad).
En mi infancia leí mayormente títulos de drama adolescente o dirigidos hacia público de temprana edad. Intenté varias veces leer a Coelho o García Márquez, o incluso a Shakespeare. Pero su vocabulario era demasiado complejo para mi poco conocimiento, así que decidí dejarlos hasta entrar a la secundaria.
En esos tres años leí desde Bajo la misma estrella, de John Green, hasta La divina comedia, de Dante Alighieri; Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, y el Poema del Mío Cid. Fue una etapa de varias lecturas que determinaron mi gusto específico por ciertos géneros de la literatura, tales como la poesía, el drama y el romance, entre otros.
Además del hábito de leer, adopté también el hábito de escribir. El año pasado, por ejemplo, comencé un cuento titulado “Lo que nadie te cuenta”. Trata sobre un hombre llamado Darío, que renunció a su trabajo de Godín, que lo hacía miserable; puso a tope todas sus tarjetas de crédito al sacarles el dinero, con el cual se compró una combi VW viejísima y se aventuró a viajar por México. En la carretera de Mazatlán-Culiacán conoció a una chica llamada María, que vendía camarones a la orilla del camino esperando escapar de su hogar. Juntos se fueron a Acapulco, bailaron cumbias y se hicieron grandes amigos. Ese cuento es lo único que he escrito en toda mi vida que puedo llamar cien por ciento mío. Es una historia que te hace engancharte con ella, te enamora, te inspira. (Sigo pensando que con esa obra debí haber ganado el concurso de cuentos del Salva).
Al entrar a la preparatoria del Salvatierra comencé a leer mucho más, ya que aquí es obligatorio hacerlo en algunas materias, como en Ética, con el profesor Teutli, o en Taller de Lectura y Redacción, con la profesora Cancino. Lo que también llamó más mi atención hacia la lectura fue el programa de Lectura por Puntos que se maneja: te dan puntos por algo tan simple como leer libros, que hasta llegan a ser benéficos o entretenidos de vez en cuando.
La literatura se ha convertido en una gran parte de mi vida, desde el momento que escuché a mi madre leer ese divertido libro del Dr. Seuss, hasta el día de hoy, que leo por placer.

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