Nada como estar sentao en las enredaderas de una buena
hamaca, el cielo nublado haciendo equipo con la brisa del río, acariciando la
piel reseca después de un duro día de trabajo. ¿Qué más se podía pedir? Lástima
que eso solo ocurría en vacaciones.
Por ai en un ranchito cerca del Alhuey, en Angostura,
onde suenan las guitarras, había una familia pobre, golpeada por la pobreza,
pero unida, como unas más afortunadas nomás no lo son. Un padre fornido de
tanto jalar carreta y pintado de canas, de nombre Guadalupe Camacho. Junto a su
silla mecedora andaba su mujer compartiendo el mismo porte de cabellera,
amasando las tortillas de maíz a la antigüita, como debe de ser. Ella era
Regina Bustamante… de Camacho, claro.
A lo lejos se veían dos escuincles: uno morenito, de
unos 16 años, llamado Jaziel; el otro, un desobligado de 19 años, Adriel; ambos,
echándose un reposito, comiendo un mango recogido del sembradío. Mala idea.
—¡Pa’ eso me gustaban, canijos! —exclamó el padre, dirigiéndose
a los hijos. Su consorte, tomándolo del brazo, le aconsejó—: Otra vez no, viejo.
Ya ves cómo acabaste la última vez.
Retirando su intención, Lupe asintió a lo dicho por su
mujer y descansó de nuevo en su mecedora.
Los plebes, habiendo emprendido la huida, de mala gana
arrancaron los quelites del huerto, actividad que
estaba en la lista mental de las tareas por hacer en el rancho.
Como podrán darse cuenta, no había ónde estudiar. Pa’
matar el tiempo estaban el campo y el ganado.
Volviendo a las tareas, Adriel se quejó:
—¡La neta, Jaziel, que cuando me den entrada voy a
salir como bala de aquí!
—¿Qué traes, ome? Si mi apá y mi amá nos han dado todo
lo que necesitamos. Tal vez no tengamos algún lujo, pero nunca nos ha faltado
el pan —arremetió Jaziel—. ¡No seas así de malagradecido, loco!
Adriel nomás puso ojos di águila sobre su hermano,
como queriéndolo callar con la mirada. Ahí murió.
El chamaco se quedó pensando por varios meses, imaginando
cómo podría hacerle pa’ salir de aquel rancho, ser algo más que un campesino.
Se empezó a juntar con algunas amistades chuecas, esas que ganan
dinerito fácil manchando sus manos de rojo.
Esos amigos le dejaron un regalito a Adriel en su
recámara mientras nadie estaba en ella: una escuadra cargada, debajo di un
amontonadero de cobertores, esos del lión. Más tarde entró don Lupe al cuarto
buscando su sombrero por donde estuviera, encontrándose así con el instrumento
del mal.
—¡Hijo de la…! —murmuró el viejo, decepcionado.
No se le notó enojo ni expresiones de molestia,
decepción sin duda. Pidió a todos que empacaran bastantes cambios y cosas que
quisieran traer consigo. Parecía una buena estrategia para alejar a sus
hijos de ser unos criminales más.
—¿Nos vamos de viaje? —preguntó Jaziel a su padre.
—Ansina es, hijo —afirmó Lupío.
—¡Íngatu, roña! Me voa llevar la cámara que me dio el
tío Paco, aunque ai sabrás cómo le voa hacer pa' aprender a usarla —advirtió el
plebe.
—¡Juímonos! —ordenó Lupe.
Emprendieron la marcha en una camioneta de redilas,
donde solían transportar el producto cosechado, los esposos en el frente y los
hijos atrás, en la cajona, onde se pudieran acomodar sin salir disparados por
los maderos viejos que servían de puertas.
Se dirigieron a casa de la familia de la madre, con
los Bustamante. Era una familia de caché en Culiacán, reconocida por ocupar una
cuadra completa de La Primavera, una residencial para los más pudientes,
mientras que los Camacho eran mayormente cantantes y músicos frustrados. La
señora Regina había preferido el amor de su vida a seguir con el negocio
familiar, pero a los Bustamante nunca les convenció la idea.
El caserón era de la hermana Helena, pero el hermano
Francisco vivía junto con ella, ya que él había heredado el negocio familiar.
Habían hecho una especie de tratado en el que podrían compartir ambos bienes.
De todas formas, la llegada de su extrañada hermana
Regina y sus hijos alegró sus corazones; pero despreciaron la aparición de don
Lupe, como era de esperarse. Les cedieron uno de los tantos cuartos a los fascinados
plebes; otro más amplio para la pareja, con baño y todo el show.
Empezó a hacer hambre y lo primero que se le ocurrió a
don Lupe fue invitar a comer unos tacos. Pero Francisco se negó:
—¡Ay, no! ¿Cómo crees que los vamos a llevar a unos
simples tacos?
—Mmmh, ¿pos qué se le antoja a don piqui? —preguntó
Lupe.
—¡Ash…! Mira, Regina, la Helena y yo estábamos
pensando a llevarlos a un restaurante padrísimo que acaban de abrir por la
Rosales. Se llama El Mastín Tibetano —sugirió Francisco, ignorando a su cuñado.
—¡Ay, no es necesario, en serio! —contestó Regina.
—No te preocupes, Regi, nosotros invitamos —dijo
Helena—. ¡Vámonos, chamacos!
Se dirigieron en una camioneta Mercedes Benz los hijos
y hermanos de Regina a aquel lugar.
Adriel preguntó a su tío: —¿Esta es la troca que
cargas?
Francisco le contestó: —¡A wilson!
El sobrino bromeó diciendo: —¡Ira el plebee, anda a
pata! ¡Tá perrona!
Regina y Lupe iban en la troquita de redilas.
Finalmente llegaron. Carísimo se veía. Entraron y
ocuparon una mesa que habían reservado. De aperitivos ofrecían camarones al
mojo de ajo y una salsita que no picaba. Había un menú de cortes, otro de
mariscos y uno de entradas algo más rústico.
Don Lupe pa’ pronto ordenó unos tamales de elote. Los
demás contentaron su apetito con algo más caro del menú de cortes y mariscos.
Francisco aconsejó a los plebes: —¡Atásquense, que hay
lodo!
Las órdenes llegaron y en el plato de Lupío se
encontraba un tamal mal hecho con una hoja color azul, para lo que pidió ayuda
al mesero:
—Sí, dígame.
—¿Qué es esto, oiga…? ¿On tá la asadera, los frijolitos…?
—preguntó confuso don Lupe.
—Disculpe, señor, pero es solo una entrada. Los
frijoles se cobran aparte y no tenemos asadera, o lo que sea que pide, aquí,
señor —respondió el mesero.
—Es que aquí no tienen esas corrientadas como en tu
ranchito, Guadalupe —intervino Francisco de mala gana.
Don Lupe nunca se había visto tan furioso. Volteó a
ver a su mujer y ambos asintieron con la cabeza. Dejaron dinero en la mesa, se
levantaron y se fueron del ostentoso lugar.
—¿Qué rollo? ¿Qué tendrá mi apá? —le susurró Jaziel a
Adriel, a lo que este contestó:
—¿No es obvio? Mi apá está molesto porque no le va tan
bien en la vida como a mis tíos.
Jaziel opinó: —Yo creo que lo están haciendo menos.
Su hermano, tratando de cambiar el tema, dijo: —¡Pos
quién sabe, loco! ¡Mejor tópese, que está bien cajeta!
Terminando de comer, Francisco y Helena llevaron a los
plebitos a conocer la ciudad y a lugares de entretenimiento, para que vieran lo
grandiosa que era Culiacán. Se daban cuenta de que los dos estaban muy bien
educados, lo que los hizo sentir mal respecto a su trato hacia Guadalupe.
Mientras tanto, Regina y Lupe discutían qué podrían
hacer para darles una buena vida a sus hijos, una como la de Francisco y Helena.
Pensaron en una escuela para Jaziel y en un trabajo para Adriel, pero estaban
llenos de dudas.
Arribaron todos a la casa y trataron de enmendar problemas
del pasado. Los hermanos de Regina pidieron disculpas a don Lupe por los modos
usados. Se perdonaron. Les dio tiempo para compartir lo que estaban hablando
sobre sus hijos y Francisco creyó que sería buena idea que Adriel entrara en el
negocio familiar; Helena vio una posibilidad de inscribir a Jaziel en una
preparatoria en la que era maestra.
Llegó la hora de hacer la pregunta del siglo: ¿se
quedarían con su vida de rancho o verían más allá de las vallas del cerco?
Primero comentaron lo hablado a Adriel.
—¡Claro que sí! ¡Al fin, creí que este día nunca
llegaría! —exclamó el muchacho con gratitud.
Su padre le dijo: —Ya estás, peinado pa’ trás.
Don Lupe sintió un poco de tristeza, pero sonrió al
ver que su hijo podría trabajar fuera del crimen. Regina soltó una pequeña
lágrima. Después fueron a comentarle a Jaziel, pero este dudó.
—¿Quedarme aquí, sin ustedes? ¿Olvidar a todos los
animales y los campos onde crecí? —preguntó el morro.
—Sí, hijo. Tu tía Helena dice que te puede conseguir
un lugar en la preparatoria —respondió Lupe.
—Muchas gracias, tía Helena, pero yo soy ranchero de
corazón y prefiero arrancar todos los quelites del mundo antes de dejar el
rancho… ¡qué rancho!, el hogar que mis padres formaron
Su tío rezongó: —¡Ya te aplomaste, morro!
Don Lupe, exaltado, abrazó junto a su vieja a aquel
prieto, que, aunque había desechado la oportunidá de tener una projesión, había
decidido cuidar de ellos y crecer bajo los principios del rancho.
—Espero que no sea nomás por tumbarte la barra, ¿eh? —dijo
Regina.
El morenito le contestó sarcásticamente: —¡Ja, ja, ja!
¡Noo! ¿Cómo cree, amá?
Don Lupe advirtió, un poco desgastado: —¡Alicúsense
rápido, que nos jalamos pal rancho!
Regresaron hechos la mocha en la troquita de redilas
al lugar de los campos de maíz y aguas del río, al que llegaron a bañarse
Regina y su hijo. El ranchero Guadalupe, exhausto y mareado, con la piel
reseca, sacó una hamaca de un ropero viejo, la ató del extremo de un naranjo a
otro y se abalanzó sobre ella. Sintió los últimos estragos de la hipertensión
que habían causado los corajes que seguido hacía, y dijo tranquilo y sereno al
fin: —¡Ah, aire fresco! Después de todo, no es del diablo darse unas primeras
vacaciones.
Últimas palabras.
Texto seleccionado para participar en el Concurso de Cuento 2018 de la Escuela Preparatoria del Instituto Salvatierra.
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