sábado, 15 de junio de 2019

De cueva malvada, Cerro Prieto



Antes de que surgiera la civilización contemporánea en Mexicali, previo a que llegaran los conquistadores, existían varias culturas indígenas, principalmente los cucapás. Estos tenían sus pequeños asentamientos formados por familias grandes. Vivían de una manera sencilla y tranquila; cambiaban mucho su lugar de residencia y su principal actividad económica era la pesca.
Tenían sus propias historias y sus propios límites, uno de los cuales, y el más importante, era nunca viajar al este, justo al punto donde el sol choca con las estrellas, puesto que ahí se encontraba su enemiga más temida, que a dondequiera que fueran los seguía: ¡la hechicera de la cueva!
Esta hechicera llevaba siglos acechando a los hombres de cada cultura, susurrándoles al oído mientras dormían. Al despertar ellos se encontraban en un trance de sueño que los conducía con la mujer. Cuando llegaban a la cueva, ella los hacía volver en sí para poder disfrutar de sus gritos mendigando piedad, mientras los devoraba. Muchos intentaron matarla, pero su destino era el mismo. Cuando ella atrapaba a un nombre, no lo dejaba ir.  
Hubo un tiempo en que la bruja raptó a tantos hombres que quedaron muy escasos en su cultura, hasta el punto de que solo sobrevivía uno, aparte de los niños pequeños. Este último hombre era más bien un muchacho, poco musculoso y de apariencia poco agradable, pero con todas las intenciones de proteger a su familia. Su padre había muerto y solo le quedaban su madre, su hermana y sus cuatro hermanos pequeños.
El muchacho no se preocupaba por que la hechicera intentara matarlo, pues él era todo lo opuesto a los hombres que la mujer se llevaba. Le preocupaba que sus hermanos crecerían para ser grandes y corpulentos y no quería que sufrieran el mismo destino que su padre. Además, pensaba en su amada hermana, quien con su hermosa y larga cabellera había conocido al que sería su pareja, pero este había muerto también en manos de la hechicera, dejando a la jovencita devastada y rondando en la eterna tristeza.
El dolor en la chica era tanto que cada noche inundaba el piso de lágrimas. Poco a poco su llanto fue cesando, convirtiéndose en deseo de venganza. En una noche de desesperación, mientras todos dormían, ella tomó su lanza y se adentró en la oscuridad en busca de la cueva maldita. La mañana siguiente su familia se alarmó con su desaparición.
Todos estaban muy asustados, pues temían que ahora la malvada hechicera comenzara a comer mujeres, lo que sería el final de todos los cucapás. Entonces, la preocupación del muchacho se convirtió en enojo, de pensar que ya había muerto su padre y ahora probablemente su hermana. Solo podía pensar en una cosa: debía acabar con esa amenaza.
Ese mismo día tomó su arco y flechas, se despidió de la familia y, antes de que se ocultara el sol, partió a buscar la cueva. Para cuando cayó la noche él ya se hallaba frente al hogar de la hechicera. No le fue difícil, pues el sitio irradiaba una luz tan brillante que se veía a kilómetros de distancia.
Al llegar, se dio cuenta de que en la entrada se encontraba parte de la cabellera de su hermana. Era tan larga, que guiaba el camino desde afuera. Él la siguió con la esperanza de que aún estuviera unida a la jovencita.
En el fondo de la cueva encontró a la muchacha tendida en el piso, a unos cuantos pasos de donde se ubicaba el trono de la hechicera. La pobre hermana ㅡacostada en el suelo ya sin vida, con su propia lanza clavada en el pechoㅡ había dado gran batalla, pero no fue suficiente.
Al verla ahí, todos los sentimientos del joven se unieron en su pecho para formar solo uno: furia. Dispuesto a atacar para vengarse, bañó su primera flecha en la sangre de su hermana y disparó. Solo hirió a la mujer en el brazo. Al momento de tirar el segundo proyectil, ella le lanzó un polvo plateado que lo hizo sentir que todos sus sentidos se adormecían.
ㅡ¡Oh!, no te molestes conmigo, criatura. Ella me atacó primero ㅡle dijo la viejaㅡ. Ven conmigo, quiero compañía.
El muchacho no se pudo resistir. Sus piernas no obedecían sus órdenes, sino las de ella. Mientras caminaba, su arco y flechas cayeron sobre la sangre de su hermana y llegó indefenso al lado de su enemiga.
ㅡVerás, me siento muy sola aquí, quisiera un compañero. ¿Estás interesado?
La mujer intentaba seducirlo rodeándolo con sus brazos y acariciándole el cabello. Pero de nada servía: el joven la odiaba demasiado como para caer. El efecto del polvo se acabó y la hechicera se disponía a morder a su víctima. Dejó que él se le acercara lo suficiente, pero cuando estuvo a punto de matarlo este le dio un fuerte golpe en la cara y corrió por sus armas.
Una vez que recuperó su arco y flechas, el muchacho comenzó a lanzarlas a todo el cuerpo de la mujer. En el momento en que ella quedó tirada en el suelo, el joven se dio cuenta de que estaba herida, mas no muerta. Pero eso le brindó el tiempo que necesitaba para darle un último adiós a su hermana. Le cortó la cabellera y salió corriendo de la cueva.
Llegó con su familia apresuradamente y con lágrimas en los ojos les contó lo que había sucedido. Les pidió su ayuda para regresar y terminar con la bruja de una vez por todas.
La noche siguiente estuvo de vuelta en la cueva, con su madre y sus hermanos menores, listos para asesinar a la mujer. Entraron como una avalancha y rodearon a la hechicera. Entre todos la ataron sobre su trono, tomaron la sangre de la chica de la larga cabellera, se la echaron encima a la vieja y la quemaron viva. Entre gritos y socorros la malvada murió. Solo entonces ellos pudieron volver con los suyos y vivir en paz.
Días después, el muchacho regresó a la cueva para darle tributo a su hermana, pero su cuerpo ya no estaba. Lo único que quedaba era humo, proveniente de una pequeña montaña de ceniza ubicada donde habían calcinado a su enemiga.
Con el paso del tiempo, la cueva se convirtió en una montaña negra. Cada cierto tiempo, los cucapás retornaban de sus recorridos estacionales para hacer rituales al pie de ese monte, con la creencia de que así evitarían que la hechicera volviera a la vida.
Para el tiempo cuando llegaron los conquistadores, notaron que para los cucapás esa montaña era de gran significado religioso. Así, decidieron dejar que siguiera siendo significativa y la llamaron Cerro Prieto.

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