sábado, 15 de junio de 2019

Las abuelas son para siempre



En la década de los años treinta del siglo XX, cuando la población de Baja California consistía en alrededor de 40 mil habitantes, el actual municipio de Mexicali era solamente una delegación. Por ese tiempo, en 1937 un grupo de agraristas dirigidos por Hipólito Rentería encabezaron el llamado “asalto a las tierras”. El desarrollo de la ciudad durante esa época se caracterizó por la construcción e inauguración de las primeras radiodifusoras y de la escuela secundaria 18.
La Colonia Nueva continuaba su proceso de población. Y ahí surgió un rumor que pasó de boca en boca por toda la capital del Territorio Norte. Esta historia se concentró en la esquina de las calles Obregón y D.
En ese lugar se localizaba una de las casa más hermosas y lujosas de toda la ciudad. En dicha residencia vivía una señora de la tercera edad junto con su nieto. Ambos eran inseparables, debido a que la abuela había criado al joven desde pequeño, pues los padres de él habían muerto en un trágico accidente años atrás. Se podría decir que la mujer era la única familia que tenía él, y viceversa: él era lo único que le quedaba a aquella dulce abuela.
A pesar de que el joven ya estaba en la adultez, dependía en gran medida de la anciana, porque padecía un problema mental que le dificultaba socializar con las personas. Sí tenía amigos, pero eran contados, aunado al hecho de que no disfrutaba salir a dar paseos con ellos ni acudir a fiestas. Él prefería quedarse en casa y pasar un buen rato con algún juego de mesa, en compañía de la mujer. Por el contrario, la señora era una persona sociable y cariñosa, como una típica representación de la abuelita de tradicional, de esas que preparan galletas en invierno y tejen todos los días.
Tal vez por eso ambos congeniaban de una manera tan buena; uno necesitaba al otro, en menor o mayor medida, pero se complementaban perfectamente.
A la abuela le encantaba mirar hacia la calle Obregón por un hermoso ventanal tan cristalino como el agua. Tarde a tarde, a partir de cierta hora, se sentaba en su mecedora con hilo y aguja, para tejer y observar a través de aquella enorme ventana. Unas veces era acompañada por su amado nieto y otras veces no.
Cierta ocasión, mientras se encontraba confeccionando en su mecedora un suéter para el joven, comenzó a sentir un fuerte dolor en el pecho, que le recorría hasta la punta de los dedos del brazo izquierdo. Sentía que el corazón se le salía y volvía a su lugar aceleradamente. En un acto de desesperación, comenzó a gritarle a su nieto: “¡AYUDA, AYUDA! ¡HIJO MÍO, AYÚDAME!”.
Desafortunadamente el joven no la escuchaba, porque se encontraba en una habitación lejana. Finalmente, ella cayó muerta.
Unos minutos después, cuando el nieto regresó a la sala encontró a la anciana tirada en el suelo, desfallecida. Comenzó a gritar y moverla con desesperación: “¡ABUELA! ¡ABUELA! ¿Qué te pasó? ¡Despierta!...” Pero todo su esfuerzo fue en vano; la mujer no tenía signos vitales, estaba fría como el hielo y su piel se veía blanca como la nieve.
Días después, cuando se llevó a cabo la velación de la adinerada anciana, el muchacho estaba inconsolable, se había hecho responsable de la muerte de la viejecita. Se reprochaba una y otra vez, diciendo: “¡Debí haber estado ahí con ella! ¡Todo es culpa mía! ¡De no ser por mí ella seguiría viva!”. Su remordimiento era tanto que la gente decía que la culpa lo estaba volviendo loco.
El afligido nieto era el heredero universal de todos los bienes de su querida abuela. Igualmente, solo él podía decidir qué se haría con los restos de la mujer.
Su sentido de culpabilidad lo hizo tomar la descabellada decisión de conservar el cuerpo y embalsamarlo, pues de esa manera, como él mismo decía: “podré estar con ella para siempre y cuando me necesite”. Todos sus familiares lo tacharon de loco. Le insistían en que recapacitara, que su abuela sabía que él había hecho lo que estaba en sus manos; le remarcaban que debía dejar que descansara su espíritu.
Pero el joven ignoraba los comentarios que le hacían y llevó a cabo su plan.
Semanas después el cadáver estuvo listo; cada uno de los detalles de la vestimenta que le gustaban a la abuela estaban ahí, desde su perfume hasta sus zapatos favoritos. También en la casa todo estaba impecable, preparado y bien lustrado.
El nieto colocaba el cuerpo sin vida de la abuela cada tarde junto a su vitral preferido, frente a la calle Obregón, con el hilo y la aguja para tejer entre las momificadas manos; y, por supuesto, sentado en la mecedora. Así transcurrían los días. Solamente cambiaba la ropa al cadáver y ocasionalmente modificaba la posición en la que lo acomodaba.
El joven se sentaba junto a su abuela y platicaba horas y horas con ella, como si siguiera viva. Se cree que el alma de la anciana no logró llegar al descanso debido a la decisión de su nieto, y que se quedó atrapada en su cuerpo embalsamado.
Cuenta la gente que, cuando alguien pasaba por enfrente de la casa, sentía que el cadáver lo seguía con la mirada, o incluso que podía escuchar que le hablaba. Otras personas afirman que el cadáver de la abuela se movía solo cuando su nieto no se encontraba cerca.

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