¡Los odio, los
odio! ¡Quiero que se mueran esos malditos impostores! ¿Por qué demonios nadie me
cree? No estoy loca, no es mi imaginación. Todo es su culpa. Él está por ahí,
acechándome… planeando llevarme. Siento mis mejillas arder al tiempo que mis
manos se estrellan incontrolablemente sobre mi cara. Un líquido ardiente me recorre
el rostro, con lo que aumenta mi deseo de que todos desaparezcan. ¡Grito que
todos se alejen y me dejen de una vez en paz! Justo ahora que me encuentro sola
y sin el apoyo de nadie… Ese hombre, ese hombre, ahí está; me está mirando.
¡Deja de
mirarme!
¡Deja de
mirarme!
¡Deja de
mirarme!
Escucho un
ronronear y veo cómo un cacharro se aleja con un destello azul. Es él. No, no
era mi acosador. Al menos me miraba… ya nadie está junto a mí. Todos me creen
una lunática. Me hundo en mis sentimientos de soledad y tristeza… esa ansiedad
y desesperación que no se va. Vuelvo a estar sola, pero siempre acompañada.
Sé a dónde me
dirijo, es hora de acabar con esto. La cita con el destino en El Barranco es lo
único que me mantiene en pie.
Me están
mirando, me están juzgando.
¡DEJEN DE
MIRARME!
—Nuestra
ciudad se caracteriza por tener el barranco más profundo del estado en plena
zona urbana. El Barranco… —dice mi maestra justo cuando está sonando el timbre
de salida, poniendo fin a mi tortura. ¡Pobre profesora! Nadie sabe que todos
nos reímos a sus espaldas.
Al salir me
encuentro con un bello y caluroso día. Miguel y yo cruzamos miradas desde lados
opuestos del patio. Corremos y nos unimos en un beso con demasiada pasión para
un día escolar. Pero es que simplemente somos maravillosos. Somos la clásica pareja
inesperadamente perfecta y popular de la escuela; él, extraordinariamente
guapo, carismático y talentoso, perdidamente enamorado de mí, Calipso, la
estudiante más inteligente de la clase y con todas las cualidades para ser una
gran mujer de éxito —aparte, claro, de ser buena en deportes y tener una
sonrisa de impacto—. Las miradas de envidia de los demás alimentan mi ego.
También
cuento con un cerrado e íntimo grupo de amigas. Pero mi prácticamente hermana
es Rebeca. Ella siempre me dice mis verdades cuando más las necesito y tiene mi
espalda en cada momento que la necesito. Es la mejor amiga que alguien podría
pedir.
Mi madre me
recoge y juntas vamos a casa. Ella sabe que soy feliz y cómo soy. Jamás me
dejaría sola. Pasamos por El Barranco, como todos los días. En realidad es una
vista impactante: volteando al horizonte, después de la abrupta bajada se ve el
extenso bosque atravesado por un ancho y azul río; en el atardecer, mientras el
cauce se pinta rojo sangre, el bosque parece emanar vida, haciendo un enorme y
bello contraste.
Llegamos a
casa y nos sentamos a comer mis padres y yo. Entreno, hago tarea y duermo. El
final de un día perfecto.
Despierto con
una extraña sensación en la nuca. No puedo identificarlo, pero me causa
escalofríos y me pone los nervios de punta. Conforme avanzo en mis preparativos
matinales me siento más y más ansiosa.
En el
trayecto a la escuela al fin lo identifico. Alguien me está observando. En un
arranque de histeria comienzo a voltear a los lados para encontrarme con unos
ojos indiscretos; sin embargo, es difícil darme cuenta, solo veo coches. Le
explico a mi madre que después de ese numerito tenía una expresión preocupada y
ella lo desecha inmediatamente, sin siquiera considerar que el hecho de que
alguien me esté acosando es posible. Tal vez tenga razón.
Es la hora de
salir. A pesar de las distracciones de la escuela la sensación no hace más que
aumentar. De hecho, ya no es un sentimiento. Es una realidad. Alguien me está
vigilando. Y me quiere hacer daño.
Comienzo a
sospechar de cada desconocido que me mire por más de dos segundos; “¡deja de
mirarme!” es un pensamiento recurrente. En el trayecto a la escuela un coche
azul llama mi atención… ¿será mi acosador? No, se desvía a la mitad del camino.
Creo que la paranoia se está adueñando de mis pensamientos. No. Esto es una
realidad.
La veo bajarse del auto al llegar a su
hogar. Su hermosa, larga y luminosa cabellera color caramelo ondea con la suave
brisa sobre su espalda. Su esbelto y trabajado cuerpo despierta un deseo antes
desconocido para mí. Sus ojos verdosos acentúan la mirada determinada que
siempre la acompaña. Calipso, mi amor, cada día me encantas más... La adoro.
Casi no puedo esperar a escuchar su bella voz gritar mi nombre. El momento se
acerca.
—Mi vida está
en peligro, ¿no lo entienden? Hay alguien asechándome con propósitos malignos.
Estamos mis
padres y yo sentados en la antigua mesa familiar de la casa, larga y de caoba.
Parece el escenario perfecto para que decidan ignorar la proximidad de mi
muerte segura gracias a su falta de acciones.
Han pasado
dos meses desde que me sigue. Mis padres y amigos están necios, a pensar que la
presión y el estrés me están jugando bromas pesadas. Miguel y yo hemos cortado
por lo mismo. ¿A quién le importa? Era un idiota de todos modos.
—Hija, has
presentado conductas impropias de ti. Ya no sales con nadie, ni siquiera con
Rebeca —dice mi madre.
—¡No
menciones ni su nombre! Es una perra mentirosa.
—Has roto con
el bueno de Miguel.
—¡Cerdo…!
—No vas a los
entrenamientos, no escuchas música y ya no dibujas… Hija, estamos preocupados.
—¡Ya basta!
¿¡Qué no lo entienden?! ¡Alguien me quiere asesinar, lleva un mes queriendo
hacerlo y ustedes lo único que hacen es reprenderme! ¡Qué demonios! —Estoy de
pie y gritando con todas mis fuerzas. Mis padres ni se inmutan. Este tipo de
escenas han sido muy frecuentes últimamente. Lo que me tumba del caballo es lo
siguiente:
—Hemos
decidido enviarte a un instituto psiquiátrico.
—¡¿Qué?!
¿Cómo se atreven? ¡Son unos ineptos! ¡Me deberían proteger y amar, no enviarme
lejos con una bola de chiflados! ¡Los odio! —Ellos ni se inmutan.
—Hija, te estamos
protegiendo de ti misma y del daño que te puedas hacer. En el instituto hay
gente que te puede ayudar a curar tu enfermedad y a sentirte más segura y
feliz.
Me quedo
seria. ¡Estos tontos no son mis padres! Seguramente son cómplices de él. Mis
verdaderos padres probablemente ya están muertos hace tiempo. ¿Cómo no me di
cuenta antes? Tengo que escapar; ellos no deben sospechar. Me tranquilizo.
—Está bien.
Lo entiendo. Perdón por todas esas cosas horribles que les grité, era mi
enfermedad hablando.
—Qué bueno
que al fin lo entiendes, hijita. Te amamos. —Mi supuesta madre está ahogándose
en lágrimas.
—Y yo a
ustedes —¡impostores sucios!—, padres. Buenas noches.
La veo levantarse. Son las tres de la
mañana. Seguro piensa escaparse. Creo que al fin ha llegado el día que he
estado esperando pacientemente.
Ha cambiado. Su belleza ahora es tan
magnifica como una obra maestra pisoteada. Su cabello, ahora corto, llega hasta
sus moreteados y frágiles hombros (los cuales son lo más sano de todo su
cuerpo), y la mirada lunática acentuada con ese incesante tic que le ha salido
en el ojo izquierdo le da un aire, pues… de chiflada, la verdad. Adoro cuando
ya están locas. ¡Calipso, mi adorada, te he pisoteado duro! Al fin nos veremos
cara a cara, mi amor. Nos vemos en El Barranco.
Después de la
escabrosa bajada de la ventana de mi cuarto al suelo y llegar a la esquina de
mi calle, me doy cuenta de que no sé qué hacer. Estoy llena de odio y
resentimiento hacia mis padres y amigos, pero más que nada hacia él. La
histeria toma el control de mi cerebro y giro la cabeza buscándolo. Siento que
mi rostro húmedo arde, mis manos tienen voluntad propia y comienzan a hacerme
daño, mi estómago quema por esa sensación de querer destruirlos a todos. ¡Los odio,
los detesto tanto a todos! Grito y pataleo. Ese hombre me está mirando. ¡Deja
de mirarme! El coche azul pasa y después de un rato me atraviesa el rayo de la
verdad.
Siento la
imperiosa necesidad de ir al Barranco. Sé que tengo que ir.
Observo su llegada. Se ve más hermosa que
nunca. Tiene ojos de leona, decididos. Su cabello al viento, la impactante vista
del Barranco al fondo y la luna como reflector, hacen de este uno de los
mejores momentos de mi vida. El momento ha llegado.
Lo veo y sé
que es él. Mis piernas comienzan a temblar. Recargado en su característico
coche azul, el bastardo tiene el descaro de sonreír. Recuerdo que me quiere
hacer daño y que todo es su culpa.
Es alto,
tiene tez morena y una mirada fanática. Sus ojos son negros y dilatan su deseo.
La expresión amable y miradas discretas han desaparecido. Es un depredador,
definitivamente.
No sé su
nombre pero sé quién es. Lo he visto muchas veces antes. Cuando me encontraba
sola y sin consuelo, esa cara era la que siempre estaba ahí, en el semáforo o
unas bancas más allá. Nunca he estado sola.
—Eres tú.
—Así es.
No más diálogo.
Corro como alma que lleva el diablo.
Comienza a correr.
—¿Quieres jugar? ¡Pues a darle! ¡Te
encontraré de todos modos, mi diosa, y serás mía al fin!
Que comience la cacería.
Voy corriendo
ya con una dirección determinada: la policía. Ya no puede ser que no me crean
si mi secuestrador me está siguiendo, ¿cierto? Para llegar tengo que pasar
justo al lado del Barranco. Perfecto, muy conveniente. La verdad es que he
recorrido este camino millones de veces, pero desearía no tener que hacerlo con
un psicópata a mis pies.
Justo cuando
estoy pasando por el punto más angosto escucho un ruido que me desconcierta.
Resbalo y… ¡Dios mío, voy a caer por El Barranco! ¡Mis instintos salen a la luz
y lucho por asirme a algo, por vivir! Logro aferrarme al borde con mis
lastimadas manos, que gracias a la adrenalina han sacado lo mejor de sí.
¡Estoy viva!
Una risa histérica sale de mi boca.
Y entonces lo
escucho.
—Calipso, mi
niña, ¿dónde estás? No puedes esconderte para siempre.
Comienzo a
sentir cómo mis manos cobran voluntad y mi cara vuelve a arder.
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