lunes, 26 de junio de 2017

Frida y las letras


Frida María Pérez Pérez


Dice mi mamá que a los dos años yo ya hablaba hasta por los codos; que mis mejillas rosadas y regordetas se movían rápidamente mientras de mis labios emanaba todo tipo de palabras que un infante a esa edad no se supone que deba decir. Mi necesidad de comunicarme siempre fue tan grande que no podía contenerme; pero, como vivía en una casa donde no se acostumbraba la lectura, las palabras me eran limitadas para explicar tantos sentimientos y pensamientos que existían en mi pequeño ser.

Cuando inicié mi formación estudiantil fue cuando llegó el momento de aprender a leer. Me divertía mientras las maestras nos hacían memorizar el abecedario relacionándolo con frutas, animales e infinidades de objetos con los que cualquier niño está familiarizado, y tenía la fiel ilusión de que algún día podría leer yo misma los cuentos de princesas que mis primas compartían conmigo cuando pasaba la noche en su casa.

Fui de las primeras en aprender a leer en mi salón de preescolar, lo cual en aquellos tiempos significaba ser una diosa intelectual de las letras. Eso me agradaba y alentaba mis ganas de ser mejor en la lectura. 

Cada vez que estaba en la calle leía los anuncios que desfilaban galantes ante mi vista. Todas las letras eran importantes para mí, no descansaba hasta saber el significado de cada palabra que cruzaba frente a mis ojos: pedía a mi abuelo resolver los crucigramas del periódico, pedía a mis maestros leer en los honores y leer en voz alta en clase. Leer, leer, leer. Mi cabeza se llenaba de palabras, que hacían que mi necesidad tan grande por que todas mis ideas cobraran vida en la cabeza de los demás, fuera saciada poco a poco.

Cuando cursé tercero de primaria empezaron las visitas a la biblioteca junto con mis compañeros de salón. Ese lugar me cautivaba con su silencio, con su orden, con todas las posibilidades de conocimientos atrapadas entre los estantes. Yo quería leer todos los libros que ahí yacían. Recuerdo que sus tapas y sus colores provocaban que mis ojos brillaran de la misma forma que brillan aquellos que han descubierto el primer amor. 

Un día, mientras paseaba mis manos por los diferentes tomos de El mago de Oz, encontré una lagartija que había sido usada como separador. En ese momento mi forma de ver los libros cambió rotundamente: ya no solo eran hojas llenas de letras que contaban una historia y se adornaban con una linda tapa. Comprendí que cada persona que pasea sus ojos por las páginas de esos libros deja su huella, deja su marca y deja su historia. Los libros se habían vuelto un mundo misterioso que yo deseaba descubrir.

Pero mi pasión por los libros se mantenía dentro de esas cuatro paredes, pues cuando uno es niño piensa que leer es soso, y me daba pena compartir esa afición mía incluso con mi familia. Cuando por fin me atreví a contarle a mi madre el encanto que encontraba en los libros, ella me compró mi primer pedacito de conocimiento: James y el melocotón gigante, de Roald Dahl. En ese entonces debí de haber tenido diez u once años. Recuerdo que no podía despegar mis ojos de esa obra y que, al terminarla en solamente un día, me sentí orgullosa de mí, pues sentía que había descubierto un nuevo mundo, donde no solo podías leer durante tu receso, sino en el parque, en tu cama, en la mesa, en el sillón, básicamente en cualquier lugar que te permitiera perderte entre las ideas de una persona a quien jamás tendrías frente a ti.

A una muy corta edad creí conocer el amor. Claramente eso no era amor, sino la necesidad de vivir lo que había conocido en páginas y páginas de parejas llenas de pasión y anhelos. Pero esto no es un suceso del cual me sienta arrepentida, sino al contrario, pues gracias a esa ilusión escribí mis primeras cartas, los primeros textos donde las palabras no eran suficientes. Y es que uno nunca posee suficientes palabras para explicar lo que siente el corazón.

Fue en esos momentos cuando se desató mi amor por la escritura. Después de esas cartas vino mi primer diario. Aunque siempre me rehusé a llamarlo como tal, eso era, y eso fueron los que siguieron. Era una pequeña libreta rosa donde escribía todo lo que no me atrevía a decir. Mis escritos estaban dirigidos a mis padres, a Dios, a mis amigos y a los hombres que pensé amar. Pero, más que nada, esos escritos fueron hechos para mí, para algún día sentarme en el piso de mi cuarto y abrirlos, para recordar todas las veces que fui miserable y todas las veces que fui feliz. Esos cuadernos que para cualquier persona no tienen significado para mí significan que, aunque haya tiempos malos y las personas que más amas se alejen de ti, los tiempos buenos siempre regresan y siempre puedes dibujar unas flores o unas mariposas al margen de tu texto, para expresar que te sientes viva y que te alegra saber que estás donde debes estar. 

En las letras yo encontré mi consuelo, mi felicidad y también mis desdichas. A veces sueño con algún día poder escribir mis propios cuentos, mis propios libros o, por lo menos, una columna en el periódico local, para que de esa manera un pedacito de mi alma quede inmortalizada en lo que mis letras provocarán en alguien más.

(Tercer semestre de preparatoria, 2016).

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