domingo, 18 de junio de 2017

El asesino del auto



San Francisco, Ca., 11 de noviembre de 1983.

Departamento Policial de San Francisco.
A quien corresponda:

Es una lástima que hayan perdido a su gran amigo y, por supuesto, excelente detective Halley Lindbergh. Sí, ustedes se lo están preguntando: sí, he sido yo su verdugo.
Sin más preámbulos, la historia inició una tarde común. Mi esposa y mis hijos habían salido a pasear, algo así como una buena tarde familiar. Yo estaba en la serenidad de mi hogar cuando un hombre se presentó a mi puerta. El hombre me preguntó si tenía conocimiento del caso de la desaparición de Delia Cofín. Yo sabía lo que él quería. Buscaba a su asesino. Me buscaba a mí.
Tomé una decoración de mesa que estaba a mi alcance y la rompí sobre su cabeza, al parecer tan fuerte que cayó desmayado. Mi familia se aproximaba, así que cargué al hombre y lo escondí en mi carro. Tomamos un paseo de largas horas. Era muy raro sentir eso de nuevo.
Mientras decidía qué hacer con él recordé a mi primera víctima: cómo mi automóvil cruzó a través de todo su cuerpo y éste se derramó entre los neumáticos. Tenía que repetirlo. Más tarde examiné el cuerpo y supe quién era: su detective, quien, por cierto, trabajaba en el caso del asesino del auto. Tomé a su amigo y lo destrocé pedazo a pedazo, hasta que no era reconocible. Un acto magnífico y delicado.
Realmente quiero darles mi mayor pésame, de verdad ha sido algo difícil de superar. Solamente recuerden que no me gusta jugar al gato y al ratón, no mientras no entienda quién es el gato aquí.
Les deseo la mejor de las suertes.
El asesino del auto


San Francisco, Ca., 26 de noviembre de 1983.

Departamento Policial de San Francisco.
A quien corresponda:

Veo que han tomado esto con mucha astucia. Sinceramente, no podría haber estado más orgulloso de su trabajo. Lo lograron: tienen una pista, insignificante, por cierto. Entiendo su astucia, pero dudo de su capacidad de razonamiento. ¿Para qué les serviría una huella digital mía? No tienen oportunidad de llegar a mí.
Ahora son los héroes y aparecen en muchos noticieros, pero entiendan bien esto: mientras más pistas tengan expuestas por los medios, más personas caerán entre mis llantas.
Buena suerte salvando vidas.
El mejor asesino del auto.


San Francisco, Ca., 8 de diciembre de 1983.

Departamento Policial de San Francisco.
A ustedes, deficientes:

Se los advertí, alguien más cayó, solo por exponerme ante los demás. Ahora muchos dudan de mí por su culpa. ¿No entienden que ha muerto otro inocente, a causa de ustedes? Es horroroso tener que ver toda esa sangre corriendo por sus brazos. ¡Sangre, amo la sangre! Debería asesinar cada noche, para poder verla y tomar duchas en ella.
Aborrezco sinceramente a las personas con morbo que se atreven a ver la sangre correr por su cuerpo. Me hace sentir algo inigualable, al igual que si comieras mucho chocolate y luego te sintieras como en una nube, que te pone los pelos de punta y con una satisfacción única.
La chica que murió era estudiante, una periodista; no se lo merecía. La manera en que su cuerpo se retorció en el suelo causó en mí ganas de bailar al ritmo de sus movimientos extraños. Su nombre era Nancy Crispen. Le calculo unos jóvenes 18 años de edad.
¿Saben? ¡Me siento mejor que nunca! Espero que ustedes también sientan lo mismo.
El mejor, el grandioso asesino del auto


San Francisco, Ca., 26 de enero de 1984.

Departamento Policial de San Francisco.
Saludos, inútiles.

Todo esto ha sido un poco difícil para mí. Entiendo que todo ha pasado muy rápido y que mis pistas están a todo su alcance. No me he percatado de lo ocurrido, mis disculpas.
Necesito ayuda, el sentimiento me mata. Todo ocurrió el verano en 1975. Iba caminando por la calle cuando encontré a la mujer perfecta: alta, con cabello rizado color bronce. Subí a mi vehículo e intenté acercarme a ella. Para mi mala suerte, los frenos fallaron. Aquella mujer terminó estampada y esparcida por todo el cofre, comenzando por la defensa.
Fue intenso, fascinante y audaz. Salí de la escena, y al llegar a mi casa eliminé toda prueba de lo ocurrido.
Decidí que lo tenía que repetir. Así ocurrió en 1977, el atropellamiento de Christian Meyer. También era joven. Su asesinato fue algo diferente, ya que investigué sobre él antes de realizarlo. Tenía 23 años, era alto, de pelo rubio, castaño, casi cobre. Ojos verdes, muy verdes.
Murió mientras esperaba el bus en una de las carreteras. Yo lo había seguido hasta ahí. Él estaba solamente sentado en la banca; parecía triste. Tomé la decisión de terminar con su soledad, y de un golpe a la cadera lo dejé sin conocimiento. Aún no moría, pero para hacerlo más interesante lo dejé en media carretera, esperando la hora en la que todos los autos pasaran.
Terminó destrozado. Nada se podría recuperar de sus restos desde aquella noche.
Me di cuenta, tras varios asesinatos, de que esto ya no era por curiosidad; se volvió una afición, fue una serie de actos que no tenían fin. En total mis víctimas sumaron quince, incluyendo las más recientes: su detective y la pobre chica inocente que de alguna manera merecía morir.
Hoy terminará todo. Asegúrense de llegar después de las doce a la casa que ya antes han visitado. Mi familia no estará, me aseguraré de eso. Y no esperen que los reciba, pues yo seré mi próxima víctima.
Se despide por última vez,
El retorcido y macabro asesino del auto

Texto basado en el cuento “Paseo nocturno”, de Rubem Fonseca.



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