domingo, 18 de junio de 2017

Una vida poco justa



Nací el 8 de octubre de 1970. Soy hijo único. Cuando tenía diez años de edad mi madre murió en un accidente automovilístico, por un conductor en estado de ebriedad. Desde entonces viví con mi padre. Pero nada fue igual, nos fuimos separando, porque él se la pasaba en la calle y en su oficina y me trataba como si yo no existiera.
Cuatro años después de que falleció mi madre, mi padre fue condenado a quince años de prisión por haber asesinado al causante de su muerte.
Mi madre ya no vivía y mi padre estaba en la cárcel. Yo me encontraba solo, con mis abuelos paternos. Así crecí, en soledad, porque no podía contar con mis abuelos, pues los que me cuidaban estaban muy ocupados. De modo que maduré por mi propia cuenta y crecí muy estresado con la escuela.
Al cumplir dieciocho años me metí a trabajar a unas maquiladoras. Terminé mi carrera y me hice profesionista en contabilidad. Mi padre recobró la libertad, pero nunca le volví a dirigir la palabra. Me mudé a Nueva York para buscar empleo y pude conseguir un trabajo en unas oficinas muy importantes. Tuve buen sueldo, me mantenía, compré una casa y viví cómodamente por seis años.
A mis 38 años conocí a una mujer muy simpática, agradable, hermosa. Nos hicimos amigos y la invité a salir. Después de unos meses nos conocíamos muy bien y nos hicimos novios. Pasamos tres años de noviazgo y nos casamos.
Tras cinco años de casados nacieron nuestros dos hijos gemelos, y un año después mi esposa quedó embarazada de nuevo. Todo iba tan bien; ya habían pasado seis meses de su embarazo, hasta que tuvimos una pelea absurda. Ella, enojada, bajó las escaleras lo más rápido que pudo, pero tropezó y cayó. Rápidamente encendí el carro y la llevé hasta el hospital más cercano. Al cabo de un par de horas el doctor habló conmigo para darme las peores noticias que un padre puede escuchar.
Después de cuatro meses yo seguía destrozado por dentro, porque la vida no había sido muy justa con mis seres queridos. Una noche salí a dar un paseo por la ciudad, para distraerme. Iba llorando mientras manejaba, cuando atropellé a una señora ya mayor. Me asusté demasiado y no supe qué hacer, así que solo aceleré y aceleré, hasta llegar a mi casa. Me recosté en la cama y sin saber ni qué decir solo pensé. Recordé lo que sufrí al perder a mi madre aquel día en el accidente automovilístico, y por fin me quedé dormido.
A los pocos días me compré un nuevo carro. Era uno deportivo, y lo primero que hice fue ir a dar un paseo. Luego lo mandé a que le agregaran unas partes a la defensa, y a los vidrios les hice ajustes. Todo lo que pensaba era el sufrimiento por el que había pasado, y sentía que debía desquitarme con algo o con alguien.
Solamente aceleré una noche de luna llena, pero no había personas rondando. Paré junto a un semáforo. Se encendió la luz verde y seguí manejando. Llegué a una calle solitaria. A lo lejos se veía un vagabundo deambulando. Lo que hice enseguida fue acelerar. Iba tan rápido que me sentí bien. El hombre volteó, pero era muy tarde para hacerse a un lado. Cuando menos pensé lo había arrollado. Sin embargo, no tuve culpa por eso, me sentí bien.
Regresé a mi casa y nada más descansé con mi esposa y mis hijos. Los días siguientes seguí haciendo lo mismo. Se volvió un hábito, y cada vez fui mejorando en mi técnica.
Hasta la fecha no se ha encontrado al culpable de tantos asesinatos.

Texto basado en el cuento “Paseo nocturno”, de Rubem Fonseca.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario