Nací el 8 de octubre
de 1970. Soy hijo único. Cuando tenía diez años de edad mi madre murió en un
accidente automovilístico, por un conductor en estado de ebriedad. Desde
entonces viví con mi padre. Pero nada fue igual, nos fuimos separando, porque él
se la pasaba en la calle y en su oficina y me trataba como si yo no existiera.
Cuatro años después de
que falleció mi madre, mi padre fue condenado a quince años de prisión por
haber asesinado al causante de su muerte.
Mi madre ya no vivía y
mi padre estaba en la cárcel. Yo me encontraba solo, con mis abuelos paternos. Así
crecí, en soledad, porque no podía contar con mis abuelos, pues los que me cuidaban estaban muy ocupados. De
modo que maduré por mi propia cuenta y crecí muy estresado con la escuela.
Al cumplir dieciocho
años me metí a trabajar a unas maquiladoras. Terminé mi carrera y me hice
profesionista en contabilidad. Mi padre recobró la libertad, pero nunca le volví
a dirigir la palabra. Me mudé a Nueva York para buscar empleo y pude conseguir
un trabajo en unas oficinas muy importantes. Tuve buen sueldo, me mantenía,
compré una casa y viví cómodamente por seis años.
A mis 38 años conocí a
una mujer muy simpática, agradable, hermosa. Nos hicimos amigos y la invité a
salir. Después de unos meses nos conocíamos muy bien y nos hicimos novios. Pasamos
tres años de noviazgo y nos casamos.
Tras cinco años de
casados nacieron nuestros dos hijos gemelos, y un año después mi esposa quedó
embarazada de nuevo. Todo iba tan bien; ya habían pasado seis meses de su embarazo,
hasta que tuvimos una pelea absurda. Ella, enojada, bajó las escaleras lo más
rápido que pudo, pero tropezó y cayó. Rápidamente encendí el carro y la llevé
hasta el hospital más cercano. Al cabo de un par de horas el doctor habló conmigo
para darme las peores noticias que un padre puede escuchar.
Después de cuatro
meses yo seguía destrozado por dentro, porque la vida no había sido muy justa
con mis seres queridos. Una noche salí a dar un paseo por la ciudad, para
distraerme. Iba llorando mientras manejaba, cuando atropellé a una señora ya mayor.
Me asusté demasiado y no supe qué hacer, así que solo aceleré y aceleré, hasta
llegar a mi casa. Me recosté en la cama y sin saber ni qué decir solo pensé. Recordé
lo que sufrí al perder a mi madre aquel día en el accidente automovilístico, y por
fin me quedé dormido.
A los pocos días me
compré un nuevo carro. Era uno deportivo, y lo primero que hice fue ir a dar un
paseo. Luego lo mandé a que le agregaran unas partes a la defensa, y a los
vidrios les hice ajustes. Todo lo que pensaba era el sufrimiento por el que
había pasado, y sentía que debía desquitarme con algo o con alguien.
Solamente aceleré una
noche de luna llena, pero no había personas rondando. Paré junto a un semáforo.
Se encendió la luz verde y seguí manejando. Llegué a una calle solitaria. A lo
lejos se veía un vagabundo deambulando. Lo que hice enseguida fue acelerar. Iba
tan rápido que me sentí bien. El hombre volteó, pero era muy tarde para hacerse
a un lado. Cuando menos pensé lo había arrollado. Sin embargo, no tuve culpa
por eso, me sentí bien.
Regresé a mi casa y
nada más descansé con mi esposa y mis hijos. Los días siguientes seguí haciendo
lo mismo. Se volvió un hábito, y cada vez fui mejorando en mi técnica.
Hasta la fecha no se ha
encontrado al culpable de tantos asesinatos.
Texto basado en el
cuento “Paseo nocturno”, de Rubem Fonseca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario