martes, 27 de junio de 2017

Recluido en el seminario



En una ciudad alrededor de la década de los setenta, en esas épocas cuando había escasez de escuelas con facilidad para estudiar, vivía una familia constituida por dos padres católicos y su hijo. Este odiaba todo en lo que aquellos creían y lo que hacían por la iglesia. 
El joven era alto, con cabello largo y ojos castaños; su actitud era como la de cualquier adolescente, incluyendo su rebeldía. Se pasaba las horas fuera de casa, con sus amigos. Pero, a diferencia del resto de su familia, tenía un pensamiento muy diferente respecto a la religión. Sus padres anhelaban un hijo bueno, llevado por el camino al sacerdocio. 
Por el comportamiento que mostraba, le advertían casi todo el tiempo que lo ingresarían al seminario. Pero él los amagaba con que se quitaría la vida si llegaba a ese lugar. Un día hizo algo tan malo que sus padres decidieron que siguiera el camino de Dios, para que así se guiara por una senda recta.  
No tuvieron otra opción más que llevarlo al seminario de Mexicali, en la calle Madero. Habían ido a pedir informes y comentaron con los sacerdotes del lugar sobre lo que amenazaba con hacer su hijo, y ellos les dijeron que lo mantendrían vigilado y motivado. 
Ya en el centro de formación religiosa, el joven era muy callado, pero irrespetuoso cuando hacían cualquier tipo de oración, en el lugar donde se encontraran. Conforme avanzaban los días se adaptó al sitio. Observaba el lugar y se daba cuenta de cuáles cosas podía hacer a escondidas. Poco tiempo después se escuchaba que sus compañeros se quejaban de pérdida de objetos. 
Sus padres iban a visitarlo, pero él los rechazaba por lo que le habían hecho. Desobedecía a los sacerdotes, ignoraba las clases y horarios de comida, solo para llamar la atención. Pero el resto de los seminaristas se empezaron a hartar de él y de sus comportamientos antirreligiosos. 
No le importaba estar ahí, no le interesaba en lo más mínimo escuchar nada que le dijeran en ese lugar, era muy infeliz ahí adentro. Sabía que tenía que acostumbrarse, pues no saldría en varios años, a menos que pudiera hacer algo al respecto, lo que dudaba mucho. 
Lo único que lo mantenía contento era molestar a los demás y desaparecerles sus cosas, para que se quejaran, pero no esperaba lograr nada a cambio.
Sus compañeros un día se enfadaron tanto que decidieron ponerse todos en contra de aquel joven que los molestaba para que lo expulsaran. Empezaron a comportarse mal con él, a no dirigirle la palabra.
Al principio él no miraba nada malo en la actitud de los otros, solo le causaba gracia; pero luego notó que tal comportamiento cada vez se volvía más fuerte y constante. Cuando se convenció de que ese trato hacia él no cambiaría, tuvo que pensar la manera de salir del seminario sin llegar ante sus padres, ¡porque ni pensar en que volvería ahí!  
Sus planes los echó a andar por los aires, tramando qué podría hacer para escapar. Sin embargo, se preguntaba a dónde iría. Consideraba pedirles ayuda a sus amigos, pero no creía poder soportar el estilo de vida que llevaban; pensaba en algún familiar, pero no creía que lo recibieran, pues siempre lo habían visto como un niño malcriado. 
La decisión que tomó no fue la más adecuada. No obstante, en su pensamiento era mejor que regresar a casa, a los problemas. Se quitó la vida en su habitación justo a la hora de comer. 
Un poco más tarde los sacerdotes fueron a investigar por qué razón el joven no se había presentado al comedor esa vez. Entraron a su cuarto y lo encontraron tirado junto a un gran charco rojo.
Mucho tiempo después se empezó a rumorar que cada vez que llega al seminario un joven obligado a estar ahí, él se aparece por los pasillos.

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