martes, 27 de junio de 2017

Chinos que asustan




                                                                            
A inicios del siglo XX, en una noche tan oscura como la boca de un lobo, caminaba un grupo de valientes chinos, con el objetivo de llegar al valle de Mexicali.
Mexicali es un lugar bastante árido y desértico; para ser honestos, con un clima sumamente extremo hasta hoy en día, y reconocido por ser la mayor zona sísmica de todo México.
Se supone que el motivo de la travesía de los asiáticos era que querían encontrar un trabajo que los hiciera sentir más dignos. Aunque algunos dicen que eran criminales procedentes de Guaymas, porque el delito que habían cometido los perseguía.
Este grupo de personas se atemorizaba cuando se encontraban en alta mar, y después de un extenso viaje en barco podríamos decir que no les encantó el hecho de convertirse en Cristóbal Colón. Sólo querían besar la suave y clara arena.
Finalmente, desembarcaron en San Felipe, puerto que en esos tiempos era identificado por el transporte marítimo de personas. Se distrajeron un poco al ver a su alrededor, explorar el área, analizar el paisaje, conocer lo que quizás nunca habían conocido, ver lo que jamás habían visto y disfrutar de lo que no habían podido disfrutar. Cuando recordaron que tenían un guía, se percataron de que no se encontraba. Solo los había dejado, así, como si nada, sin motivo, sin un porqué, sin un adiós, nos vemos, hasta luego.
Se hallaban varados en medio de la nada. Se dice que en un momento tuvieron la grandiosa idea de comerse los unos a los otros; ya un poco después se percataron de que los humanos son amigos y no comida. Era su hambre tan desesperada que no es difícil llegar a creer que comenzaban a perder la razón y a actuar como animales salvajes en busca de su presa.
Caminaron tanto que se puede decir que sus sandalias estaban a punto de desaparecer. Bajo el calor intenso, cada paso era cada vez más fatigoso. Sentían que una muy ligera brisa podría derribarlos y hacerlos tambalear. El sol brillaba tanto que provocaba que sus ojos alargados se mantuvieran entrecerrados ante aquella luz deslumbrante.
Empezaban a darse por vencidos. Uno por uno caían desmayados en el camino tan caliente y desértico, por deshidratación y falta de alimento en su organismo. Sus rostros se pueden llegar a imaginar: debieron de ser pálidos, fríos y muertos. Algunos de ellos, que seguían sobreviviendo, a pesar de los obstáculos de su arriesgado viaje no se rendían, y persistían en seguir moviéndose hasta llegar al valle de Mexicali.
Un poco después comenzaron las alucinaciones, con agua en medio del paisaje deshabitado, que mágicamente aparecía en el camino. Les parecían señales de esperanza, pero no lo eran, hasta que se daban cuenta de que no había nada; sus mentes jugaban con sus ojos.
Posteriormente se encontraron a punto de cruzar un cerro que a simple vista era eterno. De repente, uno de ellos exclamó: “¡Ah! ¡Ya no puedo más! Esto me está matando”. Ocurrió algo impresionante: todos cayeron muertos al piso, al mismo tiempo, siendo traicionados por su hambre y sus ganas de tan siquiera unas gotas de agua que pudieran sentir en su boca, que fuera real.
Por este gran motivo a ese cerro se le llamó El Chinero. Lamentablemente todos perecieron y su final no pudo ser diferente, pero al menos se nombró un cerro en su honor.
Ciertas personas que pasan por el lugar donde sucumbieron cuentan que pueden apreciarse sus sombras, figuras fantasmagóricas, llantos escalofriantes y demás. Muchas otras expresan haber sido motivadas o inspiradas por el esfuerzo tan grande de los legendarios orientales, por sobrevivir ante toda adversidad.
También hay gente que cree que por un milagro los chinos despertaron del sueño eterno; o que quizás sólo se hicieron pasar por muertos, para que los dejaran de buscar por el delito cometido y así poder escapar. Tal vez, al despertar por un milagro, su primer pensamiento fue buscar al culpable de todo, a su guía turístico que los abandonó.
No podremos saber qué fue lo que sucedió realmente.   

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