A inicios
del siglo XX, en una noche tan oscura como la boca de un lobo, caminaba un
grupo de valientes chinos, con el objetivo de llegar al valle de Mexicali.
Mexicali es
un lugar bastante árido y desértico; para ser honestos, con un clima sumamente
extremo hasta hoy en día, y reconocido por ser la mayor zona sísmica de todo
México.
Se supone
que el motivo de la travesía de los asiáticos era que querían encontrar un
trabajo que los hiciera sentir más dignos. Aunque algunos dicen que eran
criminales procedentes de Guaymas, porque el delito que habían cometido los perseguía.
Este grupo
de personas se atemorizaba cuando se encontraban en alta mar, y después de un
extenso viaje en barco podríamos decir que no les encantó el hecho de
convertirse en Cristóbal Colón. Sólo querían besar la suave y clara arena.
Finalmente, desembarcaron
en San Felipe, puerto que en esos tiempos era identificado por el transporte
marítimo de personas. Se distrajeron un poco al ver a su alrededor, explorar el
área, analizar el paisaje, conocer lo que quizás nunca habían conocido, ver lo
que jamás habían visto y disfrutar de lo que no habían podido disfrutar. Cuando
recordaron que tenían un guía, se percataron de que no se encontraba. Solo los
había dejado, así, como si nada, sin motivo, sin un porqué, sin un adiós, nos
vemos, hasta luego.
Se hallaban
varados en medio de la nada. Se dice que en un momento tuvieron la grandiosa
idea de comerse los unos a los otros; ya un poco después se percataron de que
los humanos son amigos y no comida. Era su hambre tan desesperada que no es
difícil llegar a creer que comenzaban a perder la razón y a actuar como
animales salvajes en busca de su presa.
Caminaron
tanto que se puede decir que sus sandalias estaban a punto de desaparecer. Bajo
el calor intenso, cada paso era cada vez más fatigoso. Sentían que una muy ligera
brisa podría derribarlos y hacerlos tambalear. El sol brillaba tanto que
provocaba que sus ojos alargados se mantuvieran entrecerrados ante aquella luz
deslumbrante.
Empezaban a
darse por vencidos. Uno por uno caían desmayados en el camino tan caliente y
desértico, por deshidratación y falta de alimento en su organismo. Sus rostros
se pueden llegar a imaginar: debieron de ser pálidos, fríos y muertos. Algunos
de ellos, que seguían sobreviviendo, a pesar de los obstáculos de su arriesgado
viaje no se rendían, y persistían en seguir moviéndose hasta llegar al valle de
Mexicali.
Un poco
después comenzaron las alucinaciones, con agua en medio del paisaje deshabitado,
que mágicamente aparecía en el camino. Les parecían señales de esperanza, pero
no lo eran, hasta que se daban cuenta de que no había nada; sus mentes jugaban
con sus ojos.
Posteriormente
se encontraron a punto de cruzar un cerro que a simple vista era eterno. De
repente, uno de ellos exclamó: “¡Ah! ¡Ya no puedo más! Esto me está matando”.
Ocurrió algo impresionante: todos cayeron muertos al piso, al mismo tiempo,
siendo traicionados por su hambre y sus ganas de tan siquiera unas gotas de
agua que pudieran sentir en su boca, que fuera real.
Por este
gran motivo a ese cerro se le llamó El Chinero. Lamentablemente todos
perecieron y su final no pudo ser diferente, pero al menos se nombró un cerro
en su honor.
Ciertas personas
que pasan por el lugar donde sucumbieron cuentan que pueden apreciarse sus
sombras, figuras fantasmagóricas, llantos escalofriantes y demás. Muchas otras expresan
haber sido motivadas o inspiradas por el esfuerzo tan grande de los legendarios
orientales, por sobrevivir ante toda adversidad.
También hay
gente que cree que por un milagro los chinos despertaron del sueño eterno; o
que quizás sólo se hicieron pasar por muertos, para que los dejaran de buscar
por el delito cometido y así poder escapar. Tal vez, al despertar por un milagro, su primer pensamiento fue buscar
al culpable de todo, a su guía turístico que los abandonó.
No podremos
saber qué fue lo que sucedió realmente.
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