lunes, 6 de agosto de 2018

Cuando nos volvamos a encontrar



Jesús David Gutiérrez Ham


No lo entiendo, todo sucedió tan rápido. Parece que fue apenas ayer cuando me ponía en pie todos los días, a las cuatro de la madrugada, para venir a cuidarte. Tantas cosas que quiero decirte, pero ya es muy tarde. Los granos de arena de nuestro reloj se agotaron. No queda ni una pizca de tiempo en la que podamos estar juntos.


Como de costumbre, me levanto de mi cama a las seis de la mañana, tiempo suficiente para alistarme e ir a la escuela. Me subo al auto entusiasmado porque ya casi es Navidad, época en la que toda la familia se reúne en la casa de mis abuelos para platicar y festejar. Al fin, algo fuera de mi aburrida rutina diaria: levantarme, ir a clases, actividades extracurriculares, tarea, dormir y repetir el mismo proceso el día siguiente.


Estoy jugando un videojuego en el sillón de mi casa cuando de repente suena el teléfono. Mi madre contesta, pero momentos antes de que cuelgue veo la primera gota de tristeza recorriendo su rojiza mejilla, hasta caer al suelo. Era mi tía, avisándole sobre los resultados del análisis de mi abuelo: es cáncer, esa enfermedad que solo algunos logran superar.

En mi intento de consolar a mi madre, siento cómo sufre al confrontar la realidad. No quiero mostrar debilidad frente a ella, pero al pasar por la puerta de mi habitación entro, la cierro y me echo a llorar. —No puedo evitarlo, ¡No otra vez! Hace un año y medio fallecieron dos de mis tíos, uno por una enfermedad del riñón y el otro por cáncer. ¡Y ahora mi abuelo también! ¿Por qué nosotros? ¿Por qué todo sucede tan rápido? Parece que fue ayer cuando enterrábamos a mi tío, pero ahora en lo único que puedo pensar es en la posible muerte de mi abuelo. ¡No quiero volver a ese horrible lugar de tristeza y soledad que es la funeraria!


Todos mis tíos y tías cooperan para los gastos médicos, pero ¿qué puedo hacer yo? No puedo simplemente quedarme en casa, mientras mi abuelo sufre por su enfermedad.

Voy a su casa y ahí está él, acostado en su cama durmiendo, agotado, debido a su terrible padecimiento. Al verlo me da nostalgia. Recuerdo los momentos de risa que por siempre atesoraré en mí. La primera gota de tristeza, a punto de caer frente a mi abuelo. De pronto, la puerta se abre de golpe, dejando pasar a uno de mis tíos, que es médico. Me pregunta si lo quiero ayudar a checarle la presión, a lo que de inmediato accedo con seguridad; por fin soy útil en algo.

Pasadas las nueve de la noche mi mamá y sus hermanas discuten sobre el horario para ir a cuidar a mi abuelo. Todo se acomoda a la perfección, excepto el turno de las cinco de la madrugada a las doce del mediodía. En ese momento, me armo de valor y comento que yo me encargaré de eso; al fin y al cabo ya entré a mis vacaciones escolares. Nadie más que yo puede ocupar ese turno; todos mis tíos y tías, incluso mis padres, deben ir a trabajar desde temprano.

Todos me voltean a ver, inseguros ante mis palabras. Pero no hay opción; está dicho: yo, Xavier, el joven de ojos castaños, con sonrisa discreta, inexperto en cuidados médicos, cuidaré a mi abuelo de cinco a doce todos los días. Que yo esté ahí es mejor que nada, ¿no? Después de esa conversación, mi tío médico me da una pequeña explicación de los medicamentos, los horarios y cada uno de los cuidados necesarios.


Al día siguiente, me levanto de mi cama a las cuatro, recorro la cortina y me encuentro con una oscuridad impresionante. Abro la puerta de mi cuarto y escucho los ronquidos de mi padre. Todos dormidos, excepto yo. Me baño y cambio para estar listo a las 4:30, para partir. En el proceso pienso en mi abuelo, en las situaciones que se pueden presentar; inevitablemente me imagino su muerte, un pensamiento que he tenido recurrentemente. ¿Es normal, verdad?


Pasan las semanas y no veo mejoría en él. Poco a poco, día tras día, lo veo más débil. Cada vez le es más difícil respirar, apenas puede hablar.


Hoy, 20 de enero, un día distinto de todos los demás, tomo la mano de mi abuelo. Él la acerca a su pecho. Puedo sentir su corazón palpitar lentamente, mientras sus pulmones inhalan y exhalan. Abre su boca, como si intentara decirme algo, pero no se oye su voz. Solo veo a mi abuelo sufriendo, porque algo intenta decirme, pero no puede.

Son las diez de la noche. Sin darme cuenta, estuve todo el día con él. Es hora de ir a casa a descansar, pero mi abuelo no suelta mi mano. Me inclino para despedirme. Levanta su mano, acaricia mi cabeza y le digo: “Te veo mañana, te amo”. Le doy un beso en su pálida mejilla y me voy a casa.


Una sensación de nervios invade todo mi ser. Es la mañana del 21 de enero cuando mi madre me platica sobre la muerte de mi abuelo. ¿Acaso estoy soñando? ¡Esto no puede ser verdad! Mis pesadillas se hacen realidad ante mis ojos, ya no quiero más, ¡ya no quiero volver a ese terrible lugar! Pero ya es tarde, necesito enfrentar la realidad. Pero ¿cómo? Corro a mi habitación y azoto la puerta con un solo golpe, tiro todo a mi paso sin piedad.


Entro a la funeraria con ojos de remordimiento. Siento como si los trabajadores ya me conocieran. He venido aquí dos veces en un año, y ahora es la tercera ocasión. Mantengo un paso veloz para llegar al salón donde lo tienen. “¡Ahí!”, escucho decir. Me asomo al ataúd y ahí está, tieso como piedra, frío, sin ese color característico de vida, al fin en paz. No puedo recordar la última vez que lo vi tan tranquilo, sin ese ceño fruncido de dolor insoportable. Pasa por mi cabeza, la primera gota, que representa el inicio de todo lo que me ha pasado en estos últimos meses.


No puedo evitarlo, me da remordimiento, no puedo pensar en otra cosa más: ¿qué me habrá querido decir el otro día? ¡AAAAAAAH! ¿Por qué no me quedé más tiempo con él? Sujetando su mano, estando con él, ¿qué me habrá querido decir? ¡QUÉ!


Ya es muy tarde. Sí tenía en cuenta que algún día te irías, pero nunca me había percatado de que ese último adiós verdaderamente podía ser el último. Todo sucedió tan rápido. Parece apenas ayer cuando llegaba en las mañanas y te ayudaba; darte un beso de buenos días, tomar tu mano y no soltarla en todo el día, sentarme a tu lado y no apartarme. Pero ya es tarde, nunca podremos estar juntos otra vez.


Cómo poder olvidarte, ¡no! No puedo. Leo tu lápida y mi esperanza crece al saber que solo pasará un tiempo para volver a verte. Tus enseñanzas están en mi corazón, son imborrables. ¿Seré capaz de volver a encontrarte?

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