lunes, 6 de agosto de 2018

Volver a nacer


Mía Andrea Alanís Hernández


Sentí una profunda presión sobre el pecho al intentar respirar. Inhalé varias veces, para dejar de sentirla. Pero esa presión no se fue, solo aumentaba. De pronto sentí un profundo aire que me limpiaba los pulmones, detuvo mi corazón y por primera vez dejé de escuchar solo mis pensamientos. Percibí un resplandor blanco, un destello que le daba color a lo poco que podía distinguir. Ya podía ver. Vi mis manos y brazos con algunos parches; tenía unas pocas heridas y de mi brazo se extendía una jeringa con suero. Por un momento me perdí.

Durante unos instantes solo noté una bata blanca, mis manos temblorosas y un cuarto azul. Mi visión no me dio para más; los ojos me parpadeaban entre periodos muy largos. Recuerdo a una enfermera: estaba junto a mí, pero de un instante a otro ya había desaparecido.

Comencé a distinguir un sonido, mejor dicho, un eco, muy lejano; se escuchaba apartado, pero poco a poco incrementaba su volumen. El eco decía mi nombre, y cada vez que lo repetía era más cercano y evidente. Frente a mí se acercaban mis padres. Me dieron un abrazo, pero yo aún seguía confundida.

Pasaron unos segundos para que entrara en razón. Solo escuchaba que me preguntaban cosas como: ¿te sientes bien?, ¿cómo estás?, a lo que yo respondía con leves gemidos, sin poder decir nada realmente. Mi madre me tomó la mano y mi padre conversó con un doctor.

Bebí un vaso de agua y con el paso de las horas me sentía de nuevo en el mundo real. Cuando mi madre abandonó la habitación tomé una siesta. En realidad, fueron muchas siestas, cortas y demasiadas.

Cada vez que despertaba me sentía como si estuviera escapando de un sueño extraño y entrando a otro. Sin embargo, siempre supe que era la realidad. Vaya, me encontraba en la misma camilla, con la misma bata, en la misma habitación del mismo hospital. Era aterrorizante no despertar de esa realidad. La curiosidad se propagaba con estos sueños, pues en cada uno tenía lo que yo llamo visiones; me hacían preguntarme qué había pasado conmigo.

Frente a la camilla había un formulario; contenía mis datos y con ellos mi diagnóstico. “Coma”, eso me sucedió. Un coma de dos prolongados meses. No recordaba nada, por supuesto. Para mí fue como un sueño profundo de unas buenas diez horas.

Por alguna razón, me dolía la cabeza cada vez que me esforzaba en recordar algo mientras me encontraba despierta. Era una migraña horrible. No podía volver al momento que llegué a este estado, o al último recuerdo de cuando me encontraba en mis plenas facultades. Para esto me guiaron con distintos ejercicios: recordar mi nombre, repasar recuerdos de la infancia, mi lugar de nacimiento, y cada día repetía la fecha y la hora en la que realizaba los ejercicios. Afortunadamente mi memoria solo se había olvidado de cosas que habían sucedido ese mismo año.

Tomaba siestas muy frecuentemente. En cada una parecía tener recuerdos de conversaciones, en su mayoría de mis padres; repetían y repetían que tenían que salvarme, esperarme y prepararse para lo peor. Claro que al principio no entendía de qué se trataba, pero después de saber sobre mi antiguo estado, todo tomó forma. Cada vez era diferente el sueño: eran diferentes conversaciones, y algunas veces tenía estas visiones en donde solo percibía luces parpadeantes. Sentía pánico, y cada vez que soñaba con esto despertaba sudorosa, como si tuviera miedo, pero sin saber a qué.

Una noche no pude despertar de mi sueño; no, de una pesadilla. Yo estaba hablando por teléfono, no comprendía lo que estaba diciendo o a qué me refería; solo sabía que era mi madre quien estaba en la línea. Era de noche. Al parecer mi teléfono salió disparado cuando el vehículo dio un giro hacia la izquierda. Yo conducía en ese momento. Busqué entre mis pies el celular, esa pantalla brillante que resplandecía entre la oscuridad. Cuando por fin lo tomé, levanté la cabeza y solo vi unas luces intermitentes. Era un cambio de luces. Y de un momento a otro solo pude verme atrapada boca abajo en el sillón delantero. Cerré los ojos y desperté.

Asustada, grité al despertar. Mi madre, quien me había estado cuidando, me tomó en sus brazos y solo me sostuvo por unos instantes. Entre sollozos y lágrimas me lamenté y agradecí poder seguir entre esos brazos tan cálidos. Mientras tanto, en mi cabeza persistía ese pensamiento acosador: ¿y si nunca hubiera despertado?


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