lunes, 6 de agosto de 2018

Viernes negro


Alejandro Sánchez Valdés


Cuando me serví el café en la taza, un leve dolor de cabeza me azotó nuevamente. Esos dolores ya eran frecuentes desde hacía semanas, y el incompetente doctor con el que había acudido para tratarme me dijo que se debía a una depresión grave. ¿Depresión? ¿En serio? ¡No entiendo cómo un joven con tan poca experiencia y conocimiento médico pueda trabajar libremente en un consultorio privado, ganando billetes a lo descarado, cuando hay otras personas mucho mejor preparadas que bien podrían ocupar su lugar…! Este país está cada vez peor.
Con la taza en la mano me senté en mi sillón lila. Gruñí cuando una gota de café sobresaltó en mi pantalón. Miré mi reloj mientras encendía el televisor: 6:00 p.m., justo a tiempo para ver el juego decisivo de la serie mundial 1988 entre Dodgers y Yankees.
El béisbol había sido una de las pocas maravillas que me inspiraban al abrir los ojos y seguir con la vida, al regresar de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, un día, hace muchos años, estuve a punto de pegarme un tiro con mi Colt .45, cuando de repente una pelota de béisbol irrumpió en mi casa, rompiendo la ventana del comedor con un estruendoso ruido. Unos niños inocentes, quienes jugaban al rey de los deportes afuera, me habían salvado de un fallecimiento temprano… Pero si mi objetivo de suicidarme se hubiera cumplido, juro que me habría reído de ironía en mi tumba, pensando en cuántas veces burlé a la muerte en la guerra, para que al final yo mismo me entregara a ella, junto con mi Colt. Pero es que lo sucedido aquella noche…
Aún recuerdo ese día cuando mi madre me dijo, con una sonrisa característica en 1942, que ansiaba ser abuela, y que no me tardara en encontrar a mi futura esposa. Pero no era una sonrisa sincera. Era forzada, pragmática y hasta un poco seria. Y no era para menos. No me imagino el dolor que sintió por dentro al ver a su único hijo partir al infierno de la guerra. Otras madres habrían llorado histéricas día y noche al enterarse de esa noticia, asustando y entristeciendo más a sus hijos. Pero mi madre no era como ellas. Ella tenía la suficiente dignidad como para conservar la cordura y darme la bendición, acompañada del abrazo más tierno que nadie pudiera imaginar. Era muy fuerte, demasiado, y a veces pienso que esa fortaleza fue la que la hizo sucumbir tres años después. Nunca he admirado a una persona tanto como a ella.
En un abrir y cerrar de ojos, mi taza de café se encontraba vacía. Decidí acudir a un viejo amigo, quien no era de muy buena influencia, pero que me ayudaba a calmar mi dolor: el alcohol.
Cuando me levanté por la lata de cerveza, alguien tocó la puerta, dejándome incrédulo. Nadie me había visitado en años. ¿Quién sería?
Al abrirla, sentí una explosión en la cabeza, la culminación de todos mis sentimientos guardados en mi mente. Una herida mortal se me propagó en el pecho. La persona que se encontraba ahí era Anthony Marshall, un compañero del pelotón estadounidense 235 de la guerra. Hacía más de cuarenta años que no lo veía.
Su mirada se sumergió en la mía, y no hicieron falta palabras para decirle lo que sentía en ese instante. Un abrazo de una fraternidad inquebrantable fue suficiente. Después lo invité a pasar.
Al cabo de algunas horas de intensas charlas y anécdotas añejas, decidí hacerle una confesión que tenía guardada por años. Una que me sepultó en vida, y que terminó con mis deseos de conseguir una mujer, o cualquier otra aspiración personal.
–Anthony, amigo, tengo que hacerte una confesión –tomé un sorbo de cerveza y terminé mi oración–. Es respecto a aquella maldita noche, en 1944.
Marshall solo me miró seriamente y dijo asintiendo: –Te escucho, John.

24 de diciembre de 1944. Frankfurt, Alemania.
Era un viernes, en Nochebuena, cuando me encontraba en Frankfurt, en 1944, al lado de un edificio destruido, bajo la protección y el placer de una buena fogata, junto con mis compañeros del pelotón 235. Nadie decía nada. Solo frotaban sus manos lentamente cerca del fuego. La mayoría de los rostros eran desolados e inexpresivos. ¡Vaya Nochebuena!
Cuando toda la atmósfera se oscurecía, un soldado, que se encontraba en la acera con un rifle de francotirador, empezó a cantar “How the Gerald Angels Sing”. Su voz era grave y desafinada, pero hacía mucho tiempo que no escuchaba algo tan alegre y alentador. Algo que no fuera el eco mortal de las balas, o el indescriptible estallido de una granada.
Como por arte de magia, la mayoría de los sargentos y soldados se le fueron uniendo, formando lo que para mí era un coro espectacular. Por supuesto, no me quedé atrás, y mi voz se les acompasó. Al cabo de unos minutos, notamos algo extraño. Algo había cambiado. Se oía un susurro del mismo tono de la canción, pero con palabras completamente diferentes. No nos llevó demasiado tiempo saber que un grupo de soldados alemanes se encontraban atrás de nosotros, cantando al unísono la canción en su idioma.
¿Cuánto tiempo habían estado allí? ¿Tan absortos nos hallábamos en nuestro canto, que no oímos el ruido de sus pesadas botas caminando en nuestra dirección? A pesar del impactante descubrimiento, nosotros seguimos cantando, y las sonrisas estadounidenses y germanas flotaban en el aire, mientras yo sentía que me moriría de emoción y felicidad por lo que estaba viviendo en ese instante. Les estábamos demostrando a los líderes y jefes que habían iniciado la guerra, que ni la munición, ni los aviones, ni las ametralladoras, ni los tanques podrían vencer la fuerza más poderosa del universo: el amor.
Antes de siquiera darme cuenta de esa conclusión, un disparo provino de nuestro bando, ocasionando una repentina lluvia de balas que terminó en masacre.

20 de octubre de 1988. Denver, EUA.
–¡Yo fui el que disparó la puta arma! ¡Yo me convertí en el responsable de la muerte de muchos inocentes! ¡Todos creyeron que había sido un alemán, pero no fue así! ¡Todo fue culpa mía, Anthony! –rompí en sollozos, mientras caía al suelo y derramaba mi lata de cerveza. Antes de desmayarme, como castigo final, mi mente me mostró los últimos segundos de vida de un joven alemán, que, mientras cantaba, me observaba con ojos llorosos, segundos antes de que su cara fuera desfigurada por los balazos.


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