lunes, 6 de agosto de 2018

El espejo humeante


Daniel Contreras Álvarez


De no haber sido por el jaguar habría creído que todo era real. Me encontraba en Reforma a la altura del Ángel de la Independencia, el cielo estaba despejado y carros junto con peatones circulaban la estatua dorada. Traía puesto mi uniforme color negro y caminaba por las calles vigilando que todo estuviera en orden. Entre el tráfico y la muchedumbre tardé en notar que había un enorme felino acostado en una de las bancas de metal. Era un jaguar negro de casi dos metros de largo que se desbordaba del sitio donde se encontraba postrado. Tardé aún más en darme cuenta de que había alguien debajo de él.
Era Sofía, mi hija, con la mitad de su delicado rostro casi irreconocible y ensangrentado. Le grité a la gente que se apartara del camino y saqué mí arma, pero nadie se movía. De hecho todos estaban quietos, observándome con miradas vacías; incluso los que iban en auto se habían detenido para dirigirme la mirada. Regresé mi vista hacia los extraños e hipnotizantes ojos del jaguar. No eran ni azules ni verdes, era como si todos los bosques tropicales y mares exóticos se hubieran concentrado en esos ojos. Después de observarme detalladamente por unos segundos el jaguar abrió su boca y de ella empezó a brotar humo negro y sangre. El brillo del sol pasó de dorado a gris pálido y el cielo se tornó negro. El ángel, como si estuviera siendo fundido, se comenzó a derretir, y yo junto con él. Todo se oscureció.
Desperté sobresaltado y bañado en sudor. Sin pensarlo dos veces salí rápidamente de la habitación y me dirigí al cuarto de las niñas. Cuando llegué, ahí estaban descansando. “¿Volvió a suceder?”. Había salido de la habitación de manera tan abrupta que no me percaté de haber despertado a Casandra, mi esposa. Volteé a verla y asentí con la cabeza, para después regresar mi atención a mis hijas. Ya era la octava vez que esto pasaba en el mes y no estaba seguro de si iba a poder tolerar otro sueño así.
Con voz preocupada Casandra volvió a hablar:
“Tal vez deberías dejar tu trabajo nocturno para poder descansar más. Te estresas mucho y yo podría conseguir empleo para ayudarte con los gastos…”.
No, no se lo podía permitir. No era su culpa que hubiéramos perdido todos nuestros ahorros, era culpa mía.
“Ya habíamos hablado de esto. Estoy bien, algo se me ocurrirá”. Apagué la luz y me dirigí a la cama.
No sé cuánto tiempo estuve dando vueltas en la cama pero parecía que habían pasado horas, aunque seguramente solo habían transcurrido unos cuantos minutos. Giré hacia la mesa de noche y observé en mi teléfono la hora: 4:45 am. Me hice a la idea de que no iba a conciliar el sueño, así que tomé mi uniforme, me vestí y bajé a preparar el desayuno.
“Que tengas un excelente día, manejas con cuidado”. Me despedí de Casandra y me acerqué al carro, para llevar a las niñas a la escuela y después llegar al trabajo. A pesar de las momentáneas pláticas con mis hijas no podía dejar de pensar en mis sueños. Se sentían tan reales que, de vez en cuando, volteaba a ver a Sofía y a Amanda para asegurarme de que estuvieran bien. No podía entender cómo era que se habían empezado a dar estos sucesos. Ya había pasado más de un año desde la última vez que consumía drogas. Todo empezó cuando… No, no podía ser posible, era una coincidencia.
 “Papá”.
Mis pensamientos fueron detenidos por Amanda.
“Sí, hija, dime”.
Con su brazo señaló el espejo retrovisor.
“Te pasaste la escuela”.
¡Maldita sea, ya no podía siquiera llevar a mis hijas a la escuela!
“Lo siento. Deja me doy la vuelta y se bajan”.
Después de fracasar como padre llegué a la estación de policía. Entré y Jesús estaba en la recepción con dos cafés a un lado. Volteó a verme e hizo un comentario rápido:
“Te ves horrible. Digo, más que de costumbre”.
Le di una palmada en la espalda y acepté el café que me extendía.
“¿No ha pasado nada interesante?”.
Me dio una mirada un poco más seria y añadió:
“Anoche llegó un vago preguntando por ti. Le dije que nos pasara el recado, pero siguió insistiendo y casi se mete a las oficinas. Lo detuvimos y le hicimos un chequeo. No estaba ebrio, pero definitivamente ese güey no está completo”.
Un indigente preguntando por mí. El día no se podía poner más raro.
“Vamos a darle una visita, entonces”.
En la cuarta celda a la derecha se encontraba un hombre delgado, de unos cuarenta o cincuenta años. Traía un pantalón de mezclilla medio roto y una chamarra negra tres medidas más grande de lo debido. En cuanto me vio sus ojos se llenaron de impresión.
“¡Javier, no queda mucho tiempo, tienes que romper el espejo antes de que sea tarde! Cada día que pasa recupera energía y no tardará en tomar a tu familia”.
¡No, esto no podía ser real, tal vez seguía en un sueño! No había manera de que este hombre supiera mi nombre o la existencia del espejo.
“No sé de qué hablas”.
El hombre comenzó a reír de una manera que no era para nada natural. Y, como si la tierra estuviera cobrando vida, el suelo empezó a sacudirse.
“¡Ya es tarde, ya es tarde para ti y para tu familia, ya es tarde para todos nosotros! ¡Él va a regresar, van a regresar todos!”.
Intentando mantenerme en pie, tomé las llaves de la celda y entré, para tomar al hombre de los antebrazos.
“¿De qué hablas? ¿Para qué es tarde?”.
Los ojos del hombre se empezaron a tornar completamente negros, mientras se seguía riendo.
“Tiene a tu familia”.
Salí rápidamente de la estación y las cosas se veían mucho peor afuera. Varios autos estaban estrellados, algunos edificios se mecían al punto de chocar entre sí. Pero lo peor de la vista era la gente: personas en las azoteas saltaban para tener un abrupto final en el pavimento, carros se llevaban a peatones que intencionalmente se ponían en el camino de la muerte, y todos me volteaban a ver antes de morir.
¡No podía estar pasando, debía de ser una alucinación, a lo mejor todo estaba en mi mente! Pero en el fondo sabía que no era cierto. En el fondo sabía, a pesar de no quererlo admitir, qué era lo que estaba causando esto.
Hacía dos meses había llegado al Museo Nacional de Antropología, para el que trabajaba, un nuevo descubrimiento de las ruinas de Teotihuacan. Era una estatua de tres metros con un enorme espejo de obsidiana en el centro, y, a pesar de los siglos, se encontraba en mucho mejor estado que otros objetos del museo. Como no tenían suficiente personal, me habían pedido que me quedara unas horas extras en la noche y a cambio recibiría un aumento.
Accedí pensando en lo mucho que nos ayudaría el dinero extra; pero, de haber sabido qué iba a pasar, nunca lo hubiera aceptado. Había cuidado ese museo por varios meses, así que ya no me causaba el más mínimo miedo; una exhibición más no cambiaría eso.
Pero entonces habían empezado las voces. Al no ser el único en todo el lugar, creía que a lo mejor se trataba de otro guardia. Pero las voces que me nombraban siempre terminaban llevándome a la sala donde se encontraba la estatua. Después empezaron las apariciones. De vez en cuando sentía que me observaban y cuando volteaba veía cosas esconderse entre las sombras.
En su momento creí que todos esos sucesos tenían que ver con la falta de sueño, pero al parecer no. ¡Esa cosa iba a hacerle algo a mi familia y no lo iba a permitir!
Cuando llegué a la escuela primaria tenían a todos los niños en la explanada, y de inmediato me puse a buscar a mis hijas. “Señor Javier, me gustaría informarle que su esposa ya vino por sus hijas, así que no tiene nada de qué preocuparse”. Cuando miré los ojos de la directora no sentí ni una pizca de vida dentro de ellos, y los niños se veían igual.
Abandoné ese lugar y aceleré lo más que pude en dirección a mi casa. Salí del auto y corrí hacia la entrada, para luego llegar a la cocina. Ahí estaban mi esposa y mis hijas.
“Hola papá, ¿cómo estás?”.
Creí que lo había logrado. Había llegado antes que esa cosa y mis hijas estaban bien. Pero algo no cuadraba. Las tres me veían de un modo extraño, y definitivamente nada humano. Salí de la habitación y fui por la cinta adhesiva y varias cuerdas que usaban las niñas para jugar.
Me encontraba en el museo. Estaba vacío y solo estábamos mi familia, la estatua y yo en la habitación color negro. No fue sencillo, pero conseguí amarrar a los seres que se hacían pasar por mi familia, se encontraban atadas y sus bocas selladas con cinta. Ahora lo entendía, era una prueba. Esta cosa me estaba pidiendo que le entregara a mi esposa y a mis hijas familia, pero en realidad no eran ellas. Mi verdadera familia estaba escondida probablemente y cuando matara a estos impostores todo volvería a la normalidad.
Tomé un cuchillo que había escogido en mi casa y me acerqué a mi hija menor, Amanda. ¡No, no era Amanda, era algo oscuro y diabólico! Encajé el cuchillo en su estómago y empezó a gemir de dolor. Pero no me podía detener, si no pasaba la prueba no volvería a ver a mi familia.
Mi esposa intentaba gritarme con odio y dolor, pero no podía gesticular palabra alguna, debido a la cinta. Sofía, mi otra hija, solo lloraba desconsolada, mientras yo hundía aún más el filo dentro de Amanda.
Pero no era suficiente, la cosa que fingía ser Amanda seguía viva y quejándose. Una y otra vez empuñé el cuchillo dentro de esa cosa, hasta que dejó de hacer sonido alguno.
“¡Imbécil! ¿Qué haces? ¡Es tu hija!”.
De algún modo mi mujer había logrado quitarse la cinta, pero no importaba. Era una prueba, ya solo quedaban dos y todo volvería a la normalidad.
Inserté el cuchillo en el cuello de Sofía.
“¡No, no, Javier, por favor no, es tu hija!”.
Después de unos segundos Sofía ya no se movía. Solo quedaba Casandra, que no paraba de gritar.
“Todo va a estar bien, Casandra, ya casi termino, y después volveremos a ser una familia feliz”.
Me acerqué y preparé el cuchillo.
“¡Javier, por favor, no lo hagas, por favor! ¡Estoy… estoy embarazada!”.
Hundí el cuchillo en su estómago. Lo saqué y lo hundí una segunda vez, y una tercera. ¡Listo, estaba hecho, por fin se había terminado!
Pasaron los minutos y no sucedía nada. Pasaron las horas y me di cuenta de lo que había pasado, lo que había hecho. ¡Había matado a mi familia! ¡No, se suponía que iban a volver, esto no debía pasar!
El suelo comenzó a temblar nuevamente y desde las ventanas vi cómo el cielo se tornaba negro. Del espejo de obsidiana en el centro de la estatua aparecieron dos ojos, ni azules ni verdes.
(Tercer semestre, 2017)


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